La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

martes, 30 de julio de 2019

Père-Lachaise


Las hojas danzan suavemente sobre los caminos de piedra y caen sobre las tumbas. El cielo se cubre de ramas desnudas, el aire parisino y el ruido de la ciudad de fondo como una canción. La ciudad de los muertos que yace en el Este. Los senderos se pierden entre la vegetación y las sepulturas. Mausoleos monumentales, huesos famosos, sólo huesos y tierra, sólo mármoles y polvo. El aire siempre es fresco en el Père-Lachaise, es el refugio de las sombras, es la puerta hacia el pasado. Aún escucho “Non, Je Ne Regrette Rien” de Edith Piaf perderse entre el sonido del viento mientras veo fugazmente la figura de Jean Baptiste Poquelin con su andar gracioso esconderse tras un seto. Vos y yo, caminantes diurnos y solitarios, con el mate y el termo bajo el brazo en un día de calor sofocante que el cementerio esquiva. Vos, mujer, y yo, espectro, sentado entre las tumbas, emocionándonos hasta las lágrimas contemplando el lecho donde descansan Abelardo y Eloísa ¡Ah, desgraciados amantes yacen juntos por fin en la eternidad! Al igual que tantos yacen aquí; bajo el mehir, Apollinaire; bajo un gran busto entre los árboles, Balzac, disfrutando la música de Chopin tres metros bajo tierra. Un caso interesante es el de Allan Kardec, fundador del espiritismo, quizás siguiendo su método pueda comunicarme con él, observando fijamente su tumba. Un monumento cautivó sorpresivamente mi atención, mi sangre se heló y quedé absorto frente a él. Un rectángulo de cemento y bronce de gran tamaño, con una figura humana apoyada encima, un pintor. En su pared se hallaba tallada en bronce una escena de un cuadro que había visto en el Louvre, del cual me había comprado una pequeña postal, ya que era uno de los que más me había gustado. En tonos oscuros, una balsa repleta de cadáveres y personas agonizando, un naufragio, un mar violento con altas olas y un firmamento aún amenazante. La naturaleza encarnizándose con el hombre, llevándolo hacia su ruina, mostrándole su ferocidad. Un cuadro del romanticismo en tonos pardos. Resolví nerviosamente buscar en mi mochila esta postal, así la saqué torpemente y leí la inscripción que tenía en su parte posterior “La balsa de la Medusa de Théodore Géricault. Procedí a observar el mencionado monumento, la tumba de Géricault, él sentado cómodamente sobre su obra, sosteniendo una paleta y un pincel, mirando plácidamente a los caminantes con su boina y su barba. Los secretos de París, los misterios del Père Lachaise, sus lomadas, sus jardines, sus árboles y las hojas secas en el piso, su frescura matinal en el estío. Seguí mi camino conmovido, conectado con el pintor, agradecido de las casualidades o causalidades de este cosmos inexplicable ¡Ay, compañera! ¿Por qué no puedo, acaso, pasar todas mis mañanas recorriendo el eterno cementerio? Las tiendas del Boulevard Ménilmontant, los puestos callejeros de discos y libros antiguos, los cafés me invitan a seguir caminando en la Ciudad de la Luz, una y otra vez. Sentir los aires de libertad en cada recoveco.

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