La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

martes, 11 de agosto de 2015

Pompeya

Una tarde gris, después de una espantosa tormenta, volví a ese viejo bar en el barrio de Pompeya. Entré taciturno, pensante y antes de sentarme me dirigí hacia el mozo pidiendole un vaso de cualquier vino. Me puse a pensar en aquel momento, en ese mismo barrio, tres años atrás. Un colectivo partiendo, una mujer, un beso de despedida, imágenes borrosas, la gente pasar, una mirada interminable, el adiós ¿Era esta vida o era otra? ¿Era un invento mío o era realidad? Tan lejano, tan difuso era este recuerdo que ya no podía distinguirlo. Sin embargo no podía parar de atormentarme, no podía dejar de reflexionar sobre ello. Ya no era el recuerdo de una persona, era el recuerdo de una situación, o quizás el recuerdo de un recuerdo. Esa mujer ya no se encontraba individualizada, podía ser cualquiera, cualquier rostro fue el que se perdió entre la gente, cualquier mirada fue la que se sostuvo hasta que me perdí entre los autos, cualquier labios fueron los que me besaron. Ya me costaba pensar en esto como una memoria propia, quizás estaba mezclando inconscientemente elementos de algún cuento, novela o poesía que leí por ahí. No encontraba más remedio que embriagarme en aquél apestoso bar de la Avenida Saenz y sumirme en conjeturas. Saqué un cigarrillo, tenía unas ganas inexplicables de fumar para matar la ansiedad que me producía todo aquello. El ambiente ya estaba inundado en una
suerte de bruma grisácea con un insoportable olor a fritura. No había más que dos personas más, otros dos parroquianos de rostros ajados por el tiempo tan desdichados como yo. Eran las seis de la tarde, la hora de la convulsionada vuelta hacia los barrios del Gran Buenos Aires, y el ruido de los autos y colectivos se hacían sentir como un vago murmullo constante que hasta parecía musical de algún modo. Luego de terminar el vaso de vino, pedí un vaso de ginebra y lo tomé de un trago, me envalentoné y salí hacia el mundo de nuevo. Era opresor aquél momento donde uno tenía que salir de ese bar donde reinaba el pasado y la quietud para entrar nuevamente en la vorágine de la multitud que vive el momento, donde el presente es el demiurgo de cada una de las vidas que pasan por la avenida. Cerré los ojos, me imaginé un rostro del otro lado de la ancha avenida, un rostro que mantenía una mirada impertérrita hacia mí, ignorando la marea de gente. Un golpe me despertó de mi letargo, casi caigo al piso, una persona apurada por tomar un colectivo de la línea 179 me chocó como si fuera un objeto inanimado tirado por Pompeya. Sin darme cuenta cae la noche, un helado invierno en Buenos Aires, y el barrio de Pompeya se convierte en una guerra de la marginalidad. Me tomo un colectivo casi como por inercia, una hora y media de viaje hacia el Conurbano profundo, miro la lluvia que comienza a caer de nuevo a través de los empañados vidrios y me acuerdo de un tango que describía a Pompeya y decía: "Barrio de Tango, Luna y Misterio...". Me quedo dormido y siguen mis preguntas una vez más...