La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

lunes, 26 de octubre de 2020

Grigera 166 (Primera parte)

 

I.

Saltaron la reja súbitamente y se adentraron en la propiedad. Parecía desierta, se había acumulado la mugre, ya la habían fichado, sus dueños, pensaban, se debían haber ido del país. Era una oportunidad única, podían ocupar la casa sin ningún tipo de problema en un barrio en el que no podrían haber vivido ni en sus sueños. La casa tenía un jardín delantero, con varias especies de plantas y grandes árboles que dejaban a la casa siempre en las sombras. Un sendero llevaba hacia el porche al estilo americano, cuando pisaron las tablas intentaron hacerlo suavemente, no querían alertar con ruidos a los vecinos, la madera crujía y el sonido los estremecía, parecía que la casa chillaba. Abrieron la ventana haciendo palanca con una barreta, la oscuridad los envolvió y la casa les pareció enorme, insondable. El más flaquito se adelantó a tientas por el foyer, un hedor inenarrable le inundó las vías respiratorias, su sangre se heló.

-         - ¿Nahue, olés, hermano? La concha de la lora, es ese olor… Olor a muerte, boludo.

-         - Estás flashando, no huelo nada. Sólo hay aroma a viejo, como a casa de abuelo - Respondió Walter, más alto y corpulento.

No se veían, no veían nada, caminaban a ciegas, tanteando con las manos. La madera seguía crujiendo a cada paso, y el viento empezó a entrar gélido por la ventana abierta, parecía un frío polar, ese que duele en la piel. De pronto Walter sintió un golpe fuerte, como si se hubiera derrumbado algo, el piso quizás.

-          -¿Che, qué pasó?  Nahue ¿Estás bien?

La respuesta no fue más que silencio. Siguió caminando, inusitadamente  congelado y sus pies tropezaron con algo.  ‘’¿Un bolso?’’ Pensó. Se agachó, en cuclillas tanteó el bulto. Una sensación nauseabunda le invadió el cuerpo, sus gestos llenaron de horror cuando las luces altas de un automóvil que pasaba justo iluminó el interior de la casa. Con un grito ahogado salió corriendo en dirección hacia la ventana, a los pocos metro sus pies nuevamente se enredaron con otro bulto en el piso, cayó de bruces y se golpeó la cabeza. Se incorporó rápidamente, su visión nublada contempló la casa, y una mueca de terror se le dibujó en el semblante, se vio rodeado de siluetas con un rostro pálido, marmóreo y una expresión que no pertenecía este mundo, inhumana. Un poco atontado por la caída siguió su huida, logró salir por la ventana y cruzar la reja. Agitado se vio en medio de la calle, a la madrugada, observando la propiedad con sus manos apoyadas sobre sus muslos,  respirando entrecortado. Recordaba la imagen de su amigo y el terror volvió a nublarle la razón, salió corriendo hacia la avenida Pavón perdiéndose entre las calles del barrio residencial.

II.

Desde que era chico esa casa siempre me había llamado la atención. Antes no desentonaba tanto con el resto de la cuadra, las casas eran todas viejas, con estilo americano o arquitectura Tudor y denotaban la opulencia de las viejas quintas sureñas. Era, y sigue siendo, un barrio de clase media alta, pero esa casita de Grigera 166 no resultaba tan ostentosa. Con el devenir de los años la zona se fue modernizando y nuevos edificios de departamentos empezaron a reemplazar a las antiguas casas. Menos verde, más cemento. Sólo sobrevivieron dos elementos de aquel paisaje: el empedrado y la casa de la altura catastral número 166, con su entrada fresca de jardín, y su parque posterior que se entreveía por el camino lateral que llegaba al fondo.

Si el lector pudiera observar con sus propios ojos la cuadra descubriría una arboleda  hermosa  que recubre el viejo empedrado banfileño de las calles cercanas a las vías del tren. Veredas de sosiego, casas de refaccionadas y modernas, amplios jardines, propiedades bastante costosas. Todos los hogares denotan una vitalidad única, el barrio parece afable e invita al visitante foráneo, de barrios inquietantes y marginales, a desear mudarse entre aquella dicha superficial.

Sin embargo, entre tanta opulencia, había en el barrio una casa abandonada, la de Grigera al 166. El pasto alto, una montaña de basura, entre latas viejas y paquetes de comida pudriéndose, dominaban el hall de entrada de la casa resguardado de una vieja arcada al estilo inglés. Un numeroso grupo de gatos callejeros había colonizado la propiedad, escondían sus figuras tras la basura para observar con sus ojos felinos a los transeúntes, sus miradas furtivas asomaban como luces en los recovecos menos luminosos del jardín de la entrada.

Decidí dirigirme hacia el lugar con el objeto de preguntarles a los vecinos qué era lo que había sucedido con la casa. Había un inexorable sentimiento en mí, una curiosidad insólita que me llevó a investigar nerviosamente cada detalle. Cuando empecé a observar con atención la propiedad no podía parar de atormentarme, algo había ocurrido, alguna desgracia. Aquél lugar me transmitía un enorme sentimiento de vacío. No podía siquiera dormir bien hasta no satisfacer mi intriga, hasta no descifrar el arcano que habitaba entre la suntuosidad de aquel barrio.

Una vez allí no logré hablar con ninguno de los vecinos. Al abordarlos mientras entraban sus autos sintieron cierto, y fundado, temor. Yo parecía un perturbado, un alienado. Mis ojos desorbitados y mi respiración agitada denotaban un turbado estado mental. Cuando les pregunté sobre aquella casa me miraron dejando entrever cierto resquemor, una desconfianza que no sabría decir si fue causada por la impresión que les provocó mi presencia o por el objeto mismo de mis inquisiciones.

Decidí volver a mi humilde barrio y tranquilizarme. Con un poco de desazón entendí que debía buscar otras vías de conocimiento, otros medios de investigación.

Recordé que tenía muchos amigos en la Municipalidad, ya que durante algunos años trabajé en el Concejo Deliberante. El nombre de Fernando se me vino súbitamente a la cabeza, él seguía trabajando allí y podía conseguirme algún contacto en la Oficina de Catastro, necesitaba saber qué había sido de la historia de la casa, quiénes la habían habitado, y así, descubrir por qué habían dejado la casa en ese estado durante quince años, en el medio de uno de los barrios más exclusivos de la ciudad.

Fernando era joven, aunque siempre cargaba con un aire de solemnidad que los hacía parecer una persona mayor. Tenía una mirada verde musgo muy penetrante, un semblante serio. Era alto y su andar denotaba un particular sosiego y una meticulosidad para realizar todas sus tareas.

Mi amigo, siempre bien predispuesto, respondió mi llamado al instante, y tal como lo imaginaba, no sólo me consiguió el contacto de la oficina en cuestión, sino que también indagó un poco sobre la historia del chalet. La costumbre de Fernando era hacer las cosas minuciosamente  y no se le solía escapar ningún detalle. Por otra parte, era muy reticente a la tecnología, por lo cual me solicitó que me encuentre con él en un café, eligió el histórico Café París.

Cuando arribé al lugar nos dimos un efusivo abrazo, hacía casi un año que no nos veíamos. Mi amigo traía en sus manos una carpeta con un informe bastante completo de la propiedad, me dijo que no hacía falta que realice las gestiones con la gente de catastro, que él ya se había encargado de todo.

-     - Martín, tengo algo que te va a interesar mucho. Vos tenés un montón de conocimientos sobre nuestra historia, sobre lo que pasó acá en los ’70. Sabés que esto nos marcó, que nadie se olvida. – Me dijo mirándome con gravedad mientras tomaba un cortado.

-         - ¿Y a qué viene esto? ¿Qué tiene que ver esta casa con los ’70?

-       - Acá  tenés información, te preparé todo pero imagino que vos podrás investigar un poco más sobre lo que sucedió, tenés acceso a los Consejos de Guerra. Hubo un operativo y liquidaron a una familia, fue el 10 de noviembre de 1976.

Cuando me dijo esto me estremecí. Llevaba años investigando como periodista los operativos ilegales llevados a cabo por el Ejército. Los Consejos de Guerra eran una suerte de expedientes donde el Gobierno dejaba constancia de sus operativos ilegales, sólo que dichas constancias eran fraguadas,  falsas, es decir, se inventaban enfrentamientos que no eran tales. El gobierno quería quedar bien, sabía que en la posteridad  se podía llegar a saber lo que hacían, entonces a través de estos expedientes, que los llevaba un organismo militar, lo que había sido una masacre, un fusilamiento, pasaba a ser un enfrentamiento con las fuerzas subversivas. Claro, los únicos testimonios eran los del personal militar, cualquier persona con capacidad lectora, y un ojo crítico para observar, podía advertir las numerosas falencias que tenían estos expedientes. No cerraban por ningún lado.

Me encontraba muy turbado por la información que me había brindado mi amigo. La charla prosiguió trivialmente, y me apresuré en despedirme. Aturdido salí a la calle, la atmósfera del centro lomense me golpeó, dejando atrás el clima calmo del café, adentrándome en la prisa de los transeúntes me dirigí hacia la calle Boedo para tomar el colectivo. Caminé a paso rápido, con un andar preocupado. Las historias de la represión estatal se hacían vívidas en mi mente, las sensaciones me invadían en cuerpo con la ferocidad del terror.

Era una tarde calurosa de primavera, llegué a mi casa y me acosté de espaldas al piso, las gatas vinieron a mi lado, me observaban sentadas, me miraban inquisitivamente. La puerta entreabierta dejaba la vista limpia hacia la arboleda de mi jardín, alumbrada bajo un sol que azotaba la tierra, una leve brisa me acariciaba en el rostro. Un clima estival que me traía memorias de mi infancia, los pájaros cantaban, el rumor de las hojas y el viento, me trasladé por unos instantes a un sosiego pueril cerrando los ojos. Logré incorporarme y fui hacia mi computadora, donde guardaba un extenso archivo sobre los operativos acaecidos en zona sur.

Esta región fue incluida en el plan represivo bajo la denominación ‘’Área 112’’, la cual estaba a cargo de la ofensiva militar del Regimiento de Infantería de La Tablada, conocido entre los milicos por su brutalidad. El conurbano sur, hogar de miles de obreros, estudiantes y militantes sociales, sufrió una represión particularmente feroz.

Entre los operativos que había investigado nunca había advertido que figuraba un domicilio en la calle Grigera al 100, no estaba inscripto con la dirección exacta pero indicaba que ‘’dos N.N.’’, uno masculino y otro femenino, habían sido abatidos. Busqué el expediente de referencia, era una pareja cuyos únicos datos personales hacían alusión a su edad: 25 años el hombre y 23 años la mujer. Sus cuerpos fueron trasladados al Cementerio Municipal de Lomas de Zamora, enterrados en un sector común. También se indicaba la presencia de un menor de 3 años en el lugar, el cual fue trasladado a un hogar para niños en Longchamps.

El expediente sobre el mencionado operativo no contenía más que datos imprecisos, vagos, lo cual era usual, para no dejar constancia exacta de quiénes habían llevado a cabo el procedimiento ilegal. Solamente se señalaba que el Regimiento de La Tablada había realizado el allanamiento, abatiendo a los individuos en el marco de la ‘’Guerra Antisubversiva’’.

 

III.

Había pasado una noche pésima, durmió mal, se despertó en numerosas ocasiones. Sin embargo, se levantó a la hora de siempre, tenía que entregar una nota periodística a la redacción antes de las  10 de la mañana, para que salga en el vespertino. Acarició a las gatas que lo miraban con una fija ternura desde el sillón y se preparó unos mates. Era un día soleado y frío, típico de otoño. Se quedó mirando la ventana que daba hacia el jardín, pensativo en la investigación que estaba llevando a cabo sobre la casa de Grigera.

Como todas las mañanas prendió la notebook para ver las noticias en los diarios online. Siempre se interesaba en las regionales. Una noticia le llamó la atención particularmente, un joven desaparecido en el municipio, un hecho extraño y con muy poca información: estaba con su amigo y fueron vistos antes de la medianoche en una estación de servicio sobre la Avenida Yrigoyen; luego uno desapareció y el otro había quedado en estado de shock, no hablaba y parecía que lo iban a internar en el hospital psiquiátrico municipal.

La noticia impactó fuertemente en él, sintió mucha angustia ¿Qué fue lo que les pasó a esos pibes? ¿Qué podía ser tan horrendo como para dejar en un estado mental tan deplorable a uno de ellos?

Encendió un cigarrillo y se asomó a la ventana, el jardín tenía un aspecto sombrío, las hojas de los árboles azotadas por el viento, el cielo gris. Era como si el propio universo estuviera gritando, sollozando frenéticamente, golpeando las casas, la naturaleza, las personas. Ese jardín que alguna vez había sido una huerta barrial, sin paredes y sin cemento; otrora un pastizal pampeano de tierra negra, cuando no había más que un campo agreste habitado por los nómades querandíes, antes de que Grigera, fundador de Lomas de Zamora, hubiera puesto sus ojos de agricultor en estas regiones al sur de Buenos Aires. Campos bañados en sangre y miseria, de ayer y de hoy. A lo lejos se oían los pasos del ferrocarril, arrastrados por el viento los sonidos de la ciudad con sus llantos, sus risas y sus gritos.

  III.

Desde que había ingresado en el hospicio se vivía en una constante intranquilidad. Los otros pacientes le temían, se alteraban cada vez que se topaban con él en los pasillos. Su mirada enajenada, como si hubiera perdido una parte de sí aquella noche, en esa casa; o más bien, como si algo ajeno se hubiera apropiado de su mente, algo oscuro y ominoso.

Pasaba días y noches sentado en una silla corroída por el óxido, mirando a través de la ventana que daba hacia el parque, su rostro ya no poseía expresión alguna más que el horror. No era un semblante muerto, más bien había un gesto impreso en él, un gesto pétreo, inmutable.

IV.

Era una mañana gris y con neblina, apenas se podía visibilizar algo más allá de los 400 metros, el barrio había adquirido un tono grave y desconocido. Agarró su bicicleta y se dirigió hacia el Hospital Estévez, subiendo y bajando las pequeñas lomas urbanas, que otrora se veían libres de asfalto y poblaban las agrestes pampas del sur de Buenos Aires.

Al cabo de un rato llegó al lugar y llamó a la recepción a través del viejo timbre que se ubicaba en un costado de las rejas, sobre uno de los pilares de la entrada del hospicio. Los hospitales neuropsiquiátricos poseen cierto halo de desesperanza y orfandad, a través de los muros se encierran seres indeseables para sus familiares o amigos, el último eslabón del abandono: el establecimiento público para los que, por sus condiciones mentales,  las autoridades no consideran aptos para los lazos productivos y sociales.

En seguida oyó un grito lejano, vio un hombre en guardapolvo salir del edificio central, el cual se encuentra a unos 50 pasos de la entrada, unidos por un camino de asfalto circundado de palmeras y árboles.

Buen día ¿Qué necesita? – Se dirigió con una brusca sequedad el recepcionista.

lunes, 28 de septiembre de 2020

 

Tomé un viejo libro de la biblioteca, una novela de la Guerra Civil española escrito  por una mujer. Era una edición que tenía sus cuántas décadas. Cuando abrí las primeras páginas un amarillento papel se dejó caer, un folletín de librero que refería a un precio en pesetas. En cuanto lo vi no pude dejar de sumergirme en una profunda reflexión sobre el tiempo y el movimiento. Este libro se editó en las lejanas tierras de la Península Ibérica, a escondidas, ilegalmente, en tiempos de Franco ¿Habrá llegado en barco hasta el Puerto de Buenos Aires? Un libro que defendía la libertad editado en tiempos de opresión. Imaginé el peligro de tenerlo en manos durante la dictadura militar en mi país, imaginé un feroz operativo en la casa que nunca tuve, en un tiempo que nunca viví. Militares de civil, militares de fajina destrozando mi biblioteca irreal, golpeando a mi ficticia esposa, y a mis hijos que nunca nacieron, golpeándome a mi hasta el cansancio, arrastrándome de los pelos hasta la cocina, interrogándome. Me vi tapado por una frazada, debajo del asiento de un auto a gran velocidad, me vi siendo torturado en una cama de metal, con la electricidad destrozándome el cuerpo, me vi desnudo y ensangrentado sobreviviendo entre mis desechos. Arrojado en un descampado en plena madrugada, cerré los ojos esperando el sonido final de la metralleta, y nada sucedió. El libro de mano en mano, el libro volviéndose ocre, el libro envejeciendo mientras yo nacía, gritaba a la partera y a mi vieja. El libro viajando, moviéndose como quisiera moverme, entre el insondable océano, entre el inabordable cielo.  Las páginas en mis manos, el papel del librero manchego con su precio en pesetas en mis manos, mientras la cerveza se calienta una noche de primavera de este futuro distópico.

lunes, 24 de agosto de 2020

Día de acoso

 

Salí a andar en bici un soleado día de invierno. Me gusta despejar la mente antes de dictar las clases vespertinas en la universidad. Me perdí en la simpleza del paisaje de Banfield, con sus callecitas  prolijas y su poco tránsito. Al poco tiempo alcancé una barrio de clase media alta, con algunos llamativos callejones que quedaba a unas quince cuadras de mi casa aproximadamente. Me metí en un callejón, una cortada que siempre me había llamado la atención. Es una calle estrecha con casitas bajas que termina en un cerco alambrado. Particularmente me atraía este pasaje porque ese cerco daba hacia una arboleda en medio de la manzana y también hacia una cancha de fútbol abandonada. Me daba el sol en la cara, el clima se prestaba apacible y pensaba en bajarme donde termina la calle para leer el libro de poesía de Trakl que había llevado en el bolsillo. Me ensimismé mirando un gatito pardo que estaba sentado, tranquilamente, en medio de la calle y me sumergí en un pensamiento nimio: ''Qué lindo lugar un callejón para un gatito ¡Casi no pasan autos!''. Seguí avanzando por la pequeña vía, que no debía tener más de 50 metros de extensión y de repente vi de reojo, al extremo de mi campo visual, algo que me dejó helado. En una de las casitas bajas, que tiene una exigua entrada sin enrejado, con un jardín y un árbol, había un señor de unos cuarenta años con los pantalones bajos, vislumbré su voluminoso y repulsivo miembro colgando. Me sorprendí desagradablemente y pensé: ''Qué raro, debe estar meando pero... ¿Qué hace meando en el jardín frontal de su casa a la vista de todos?''.  Afortunadamente, para el resto de los mortales, en la calle no había más nadie, sólo mi presencia y la de un pobre gato. Me imaginaba si justo por allí pasaba otra persona, quizás una mujer, un niño, o bien, si alguien llegaba asomarse a la ventana de su casa y ver el deleznable espectáculo. Me sentí incómodo y mis planes de lectura en la callecita se desvanecieron, intimidado ante la provocadora y asquerosa figura masculina. Llegué hasta el final de la cortada y di ''vuelta en  U'' con la bicicleta. La casa donde estaba el pervertido era una de las últimas a la izquierda, es decir, ahora, que estaba en el final de la calle, era una de las primeras con la que me iba a encontrar. Apenas di la vuelta imploré hacia mis adentros que el tipo desapareciera. Esperaba que se metiera adentro de lo que parecía ser su casa. Me iba acercando y la vista de su jardincito me la tapaba la pared del vecino. Cada centímetro que me aproximaba me aterraba, no entendía bien lo que estaba sucediendo. Cuando llegué a la altura de la casa volteé mi cabeza, no quería ni siquiera mirar pero escuché una voz muy cercana (las veredas del pasaje son estrechas) que me gritaba ''Te gusta, no? Querés ver?''. La sangre de mis venas se heló ante el comportamiento impúdico y nauseabundo.  Aceleré el paso con la bicicleta al ritmo de mis latidos y mi sangre galopante por la adrenalina. En la esquina divisé unos cascotes de una construcción contigua  y por un instante pensé en tirarle alguno por la cabeza al acechante fauno urbano, pero la necesidad de alejarme y volver a mi hogar me venció. Mientras volvía me culpaba por no haber reaccionado, no le dije ni una puteada, no me paré de manos. A  veces me cuesta reaccionar, a veces quedo estupefacto ante el comportamiento humano, incluso el mio. Este pensamiento transcurrió como una nube pasajera, era mejor llamar al 911 y advertir a los vecinos ¿Lo habrá hecho varias veces? De todos modos, no tenía voluntad de andar peleándome ni seguir gastando tiempo. Tenía que dar clases. La preocupación más que por mi situación era por la posible repetición del lamentable suceso. A veces, ni en los días soleados hay sosiego.

martes, 4 de agosto de 2020

Reverdece el monte que acompaña los caminos,

Tierra colorada y aire espeso,

Escasas casillas, escuálido ganado,

Mitã’i que desanda los senderos,

Machete en mano y sonriendo,

Fulgores matinales lo regocijan,

Tierra colorada empapada de rocío,

Mitã’i en libertad que va hacia los esteros,

Insondable verde, exuberante naturaleza,

Mitã’i quiere lejos a la ciudad.


lunes, 3 de agosto de 2020

¿Quién te despojó del hermoso ensueño primaveral?

Voces guturales desde los confines del gris callejón,

Mientras las brisas  sacuden los árboles,

Mientras el silencio se rompe,

Las sombras te visitan en tu alcoba.

Los ladridos lejanos se extinguen,

La quietud retoma su senda,

¿Quién agita tu corazón cuando todos duermen?

La sangre galopante recorre tu cuerpo.

Las calles se llenan de tu bruma,

Tu boca exhala niebla, vapores vespertinos,

Los vahos del vino,

Las verdades de la sangre desnuda.

¿Quién te arrulla por las mañanas?


lunes, 22 de junio de 2020

Notte oscura


Cuando las luces del día aún se encontraban lejanas quedé atrapado e inmóvil en mi lecho. Sólo la luz de la luna, tenue y pálida como el rostro de los muertos, penetraba en la humilde ventana. Mis latidos se agolparon en el pecho, los músculos de mi cara se entumecieron en una sonrisa atroz acompañada de mis ojos completamente abiertos. Las sombras comenzaron a envolverme, mientras mis uñas se clavaban en el colchón como los gatos se aferran cuando temen. Comencé a escuchar las campanas de la vieja Concatedrale di Maria Asunta, aturdido por su cercanía y atónito porque no había modo de que estén sonando en plena madrugada. Una bocanada de aire, una brisa y desperté, gimiendo y transpirado, sintiendo nuevamente la libertad en mis extremidades y mis articulaciones. Me levanté súbitamente y corrí hacia la ventana, los callejones del viejo pueblo pugliese inmersos en una bruma fétida. Mi ventana daba  hacia la via Michele Speranza y se encontraba en un tercer piso. Entre los angostos caminos y la intensa bruma vislumbré una figura escuálida con un vestido negro estilo campesino, un velo recubría lo poco que podía observar del contorno de su rostro. Su vestimenta me rememoraba a mi Nonna, mi bisabuela oriunda de las montañas abruzzesas, un largo vestido oscuro que cubre hasta los tobillos, casi sin dejar entrever las carnes. No se oían más ni las campanas ni el viento, una calma sepulcral cubría la vecchia città. La figura, con un andar cansino, notó mi presencia y volteó su rostro hacia mí, levantando su velo. Aún recuerdo de los vehementes escalofríos que recorrieron mis entrañas cuando observé aquel espectro, alguna vez humano, y advertí que bajo las viejas telas no había otra cosa que una horrible calavera con su eterna mueca sonriente grabada. Se notaba el pavoroso paso del tiempo en la amarillenta dentadura, y su mirada, sin ojos, desde los huecos espacios oculares, laceraba mi corazón con un espanto inenarrable. La città también se había tornado siniestra, su familiar paisaje me parecía casi desconocido. Los pequeños pasajes de la antigua ciudad se veían surreales, como si hubieran viajado en el tiempo hacia décadas inmemorables. Ominosos sonidos se escuchaban como ecos entre las ajadas paredes que encerraban los callejones. Me volví inmediatamente hacia mi cama, alejándome de la abominable ventana, como si fuera una puerta hacia los círculos del infierno, sintiendo un frío penetrante en mi cuerpo. Me sentía en una especie de ensueño, entre una realidad irreal de la que no lograba despertar. Me acosté boca abajo, aferrándome a la almohada, sintiendo aún el perfume fétido de la muerte hasta que logré dormirme profundamente, como luego de una eterna y dolorosa vigilia.
Al día siguiente, en la típica colazione del bar, con los músculos aún tensos y una fiebre constante que me sumergían en un estado deplorable pude conversar con el dueño del antiguo bar, quien notó mi malestar y pareció adivinar sus extrañas causas. Fue así que me comentó que en la noche del veinticinco de mayo la gente del pueblo sabe que debe dormir profundamente y no debe despertarse, bajo ninguna circunstancia, durante la madrugada. Los métodos son de lo más diverso. Algunos beben hasta la inconsciencia, otros, principalmente los niños, toman píldoras para dormir, pero nadie, absolutamente nadie de los veinticinco mil habitantes se despierta durante la madrugada de esa noche. Todos saben que cuando cae el sol los espectros regresan, merodean los pasajes con su andar pesado, eterno . La llaman ‘’La Notte del Ritorno dei Morti’’ y sucede desde hace casi tres siglos, luego de que una famosa batalla entre los austríacos y los borbones tomara lugar en el pueblo, inundando de sangre las viejas callejuelas y las famosas campiñas de olivas. Los dolores del pueblo despiertan una vez al año. Una noche que recuerda aquella cruenta batalla donde sometieron a sus habitantes, sus cabezas rodaron frente a la Concatedrale, su sangre baño los prados, también una noche de bruma…

martes, 16 de junio de 2020


Mientras inhalaba mi primera bocanada de aire, débil, de niño prematuro, una mujer buscaba los restos de su esposo desaparecido. Un cuerpo naciente adquiría un nombre, un rostro, un recuerdo. Un cadáver anónimo adquiría un nombre, un rostro, un recuerdo.

lunes, 15 de junio de 2020


Una dulce canción a lo lejos se desvanece con los vientos del sur. Los rostros aún no maduran, los rostros grises, sin expresión ni resplandor. Los campos a la noche se despiertan y entre los pastizales se escucha el rumor de la vida. Las montañas del norte hacen sonar viejas melodías al viento y el sol arde en la tierra árida. El amargo asfalto, los escasos árboles, el gentío sordo y encerrado. La nieve cae suave, los copos adornan los bosques, la fauna que se resguarda. El silencio del caos,  el tiempo transcurre, las olas que siguen rompiendo contra los acantilados. Las nubes siguen viajando, las bandadas siguen migrando, la corrupción de los cuerpos que no se detiene. Mientras tanto nuestra mirada se fija en la ventana.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Ahora la noche es más cerrada, la calle es de los gatos, que vagan como solíamos hacerlo nosotros. Ahora no se escuchan ruidos ni fiestas ni risas, sólo un sordo vacío sepulcral. Ahora se siente el cuerpo con intensidad, la respiración, los latidos del corazón, la conciencia de vivir. Habrá un día en que la sangre que inunda nuestras zanjas se convierta en vino y los sollozos lejanos en cantos. Habrá un día en que el peso de la existencia se transforme en la liviandad del vuelo, empujado por los vientos de la libertad.

lunes, 18 de mayo de 2020


De vez en cuando recuerdo aquellos encuentros diurnos en los que, entre porro y mates, el sexo nos  infundía hervor en la sangre. En los resquicios de la ventana se filtraba un haz de luminosidad sobre tu piel blanca. La cama temblaba como si hubiera un terremoto, por la vehemencia de nuestros cuerpos. Entrega total de nuestra desnudez, sin tapujos,  que culminaba  en el éxtasis de los orgasmos. Una casa con techo de chapas, paredes ajadas por la humedad, que irradiaban vida en las cercanías de los muros de la muerte, en el barrio del cementerio. Luego el tabaco y después la poesía, las palabras en mi boca, las palabras en tu boca.  Los escasos rayos de sol que el paredón de la calle Murature permitía ya comenzaban a desaparecer cuando caía la tarde, señal que indicaba tu partida. Unos últimos sorbos de mate y la despedida. Quedaba sólo observando la ventana, el exiguo callejón, escuchando los estertores de los viejos colectivos que pasaban por la avenida. Otro día más, un obrero de la cotidianidad, un hijo del vacío, llenando los vestigios del pasado con los placeres del presente. Inevitable pasado que habitaba cada ladrillo del muro frente a mi casita humilde. Los polvos  añejos de lo que alguna vez fueron cuerpos  con vida, los huesos pútridos de seres corpóreos y lejanos, los barros de la nada inundándose  con cada lluvia, llenando el barrio con el aroma de la muerte. No, la muerte no está en el cementerio, sino que comienza de sus puertas para afuera, en las calles, en las plazas, en las casas. Estoy soy, en cinco líneas mentales un súbito erotismo, una calentura  onírica, quizás real, quizás recuerdo; en otras cinco líneas la muerte, el pasado y lo fétido. Así, como esa casita donde  dos personas cogían con vehemencia que quedaba frente a las paredes cementerio, donde los paganos llevan a cabo rituales eclécticos e inunda las zanja de sangre y plumas de animales.

jueves, 16 de abril de 2020


Quiero arrancarme las ideas de la cabeza;
Tirarlas al río marrón que baña esta ciudad;
Río de mierda para ideas de mierda,
 Que fluyan, que naufraguen y se ahoguen,
Como me ahogo yo en estas lágrimas de agua dulce.
Quiero bañarme en aguas lejanas pero mi balsa se hunde en este charco.
Estoy rodeado de soledad como una isla en medio del Río de la Plata.
Río de mierda, soledad de mierda.

sábado, 4 de abril de 2020


Entre los padecimientos de la migraña, caminando lentamente por la habitación observé aquel libro de tapa dura que solía leerte algunas noches entre risas y cosquillas, tirados en la cama. Ese libro de Edgar Allan Poe nos sumergía en las historias de Morella, de los Usher, de Valdemar. Cuando impostaba la voz y comenzaba los relatos  todo a nuestro alrededor desaparecía y confluíamos en un torbellino surreal adentrándonos en resquebrajadas mansiones en tinieblas, en la visualización de rostros llenos de expresiones de horror, en cuerpos viscosos y putrefactos, en voces del afterlife. Vos amabas mis lecturas, mi voz resonante. Las noches se vivían en el esplendor de las caricias y la literatura, en el candor de las sábanas y el fulgor de los cuerpos que las rozaban apaciblemente. Despertábamos en un sosiego pleno, volviendo a la claridad del día, de los pájaros que se apostaban sobre el tilo, que perfumaba soleadas y frescas mañanas de otoño.
Ahora contemplo la lápida bajo la lluvia, me guío en el cementerio por el imponente ciprés que se erige a unos metros de la tumba. Contemplo la tierra mojada y pienso en la frase de Morella “I am dying, yet shall I live.” El pasado no está muerto, nunca muere, lo único efímero es el presente y por eso mi condena es peor que esta sepultura.

jueves, 26 de marzo de 2020


Descendiendo hacia los círculos infernales nos encontramos;
Baal escucha nuestros gritos de horror y sonríe;
El libro no puede leerse cuando cae el sol, en las penumbras,
Los íncubos se materializan en el lecho de sueño;
Finalmente cae sobre nosotros la firme mano de Temis;
Su golpe nos aturde y nuestra piel arde;
Las ciudades se desmoronan y se convierten en polvo;
O seremos todos culpables o seremos todos absueltos;
Si el veredicto se consuma caeremos como Azazel,
La salvación individual se pierde como el agua entre las manos.

lunes, 10 de febrero de 2020

Cementerio


Los días fríos y de bruma el barrio del cementerio manifiesta una desolación única. Las calles poco transitadas transmiten algo más que su cotidiana inseguridad. Los usuales temores, que acechan al que camina solo por las noches, se transforman en algo más profundo, metafísico e inenarrable.
El Cementerio Municipal de Lomas de Zamora tiene su entrada principal por la Avenida Martín Rodríguez y desemboca en el afable, aunque un poco sombrío, boulevard de la calle Zamora. La vieja entrada tiene tintes neoclásicos y da hacia la necrópolis de los panteones, donde habitan los restos de las familias históricas y acaudaladas del distrito. Cuanto más lejos uno se encuentra de la entrada, el cementerio transmuta paulatinamente en un paisaje de abandono y desidia. Tumbas descuidadas, lápidas con musgo, cruces paupérrimas en las cuales apenas se leen los nombres y las fechas del período vital de los difuntos. La ciudad de los fenecidos inmensa se abre, hasta los recónditos lugares donde la tierra espera para tragar nuevos cuerpos. Los laterales contienen los nichos, en algunos lugares de dos pisos, donde se amontonan los huesos y la putrefacción de las clases populares. En las paredes hay pintadas de pibes asesinados por la policía, dibujos tumberos. Durante el día suele haber rituales alcohólicos, acompañados de porro y cumbias de fondo, se derrama el cáliz sobre las tumbas, como si el muerto acompañase el bacanal. Tampoco faltan los chorros, quienes aparecen al final de la jornada, a eso de las seis de la tarde, para luquear a algún desprevenido que aún sigue dando vueltas, o robar una plaquita de plata o bronce y hacer algunos pesos.
Los alrededores del barrio viven del cementerio, los muertos dan vida al barrio: marmolerías, florerías, casas de sepelios por doquier, empleados del cementerio. Cuentan los que trabajan por las noches, como serenos del lugar, que los días de invierno, de bruma y luna llena, son aquellos en los que se lamentan por alguna vez haber aceptado ese laburo. El cementerio se viste de tinieblas, las penumbras apenas dejan traslucir las viejas lámparas amarillas y sobre las tumbas húmedas despiertan fuegos fatuos. La Oscuridad inunda el jardín del óbito, y aquellos que se animan a mirar en el horizonte de los fenecidos pierden la razón por el horror que se infunde sobre su sangre. Hay historias, cuentan, sobre cuerpos podridos y fétidos colgando en la oscuridad, como si flotaran, chorreando restos subterráneos. La Oscuridad sólo deja ver los pies, algunos esqueléticos, algunos marmóreos, grises. Las tinieblas confunden la visión, los serenos no se animan a caminar más allá de su garita que da hacia la intersección de las avenidas Hornos y  Martín Rodríguez, ni siquiera se atreven a iluminar, sólo confían en el paso del tiempo para que su turno termine, entre mate y mate, con las mandíbulas gastadas de temblar. La paga es mala pero peor es no llevar comida a la casa. Las historias son subterráneas, anónimas, aunque las licencias psiquiátricas pedidas al municipio abundan.
Algunos afortunados pueden ahorrar y dejar del trabajo para poner algún localcito que venda flores sobre la avenida. A pesar de todo, los muertos le dan vida al barrio.

miércoles, 5 de febrero de 2020


Monotonía de días sin tiempo,
Un presente eterno, sin rumbo;
Sonrisas que florecen sólo de noche,
Bajo la luz de la luna, entre las penumbras,
Nubes de humo de tabaco,
Nubes de humo blanco,
Vapores de los cuerpos,
Humedal del ayer,
Pesadez de la nostalgia,
De tiempos cándidos,
De veredas inocentes del barrio bajo el sol resplandeciente.