Las hojas danzan suavemente sobre los caminos de piedra y
caen sobre las tumbas. El cielo se cubre de ramas desnudas, el aire parisino y
el ruido de la ciudad de fondo como una canción. La ciudad de los muertos que
yace en el Este. Los senderos se pierden entre la vegetación y las sepulturas.
Mausoleos monumentales, huesos famosos, sólo huesos y tierra, sólo mármoles y
polvo. El aire siempre es fresco en el Père-Lachaise, es el refugio de las
sombras, es la puerta hacia el pasado. Aún escucho “Non, Je Ne Regrette Rien” de Edith Piaf perderse entre el sonido
del viento mientras veo fugazmente la figura de Jean Baptiste Poquelin con su
andar gracioso esconderse tras un seto. Vos y yo, caminantes diurnos y
solitarios, con el mate y el termo bajo el brazo en un día de calor sofocante
que el cementerio esquiva. Vos, mujer, y yo, espectro, sentado entre las
tumbas, emocionándonos hasta las lágrimas contemplando el lecho donde descansan Abelardo y
Eloísa ¡Ah, desgraciados amantes yacen juntos por fin en la eternidad! Al igual que tantos yacen aquí; bajo el mehir, Apollinaire; bajo un gran busto entre los
árboles, Balzac, disfrutando la música de Chopin tres metros bajo tierra. Un
caso interesante es el de Allan Kardec, fundador del espiritismo, quizás siguiendo su método pueda comunicarme con él, observando fijamente su tumba. Un monumento
cautivó sorpresivamente mi atención, mi sangre se heló y quedé absorto frente a
él. Un rectángulo de cemento y bronce de gran tamaño, con una figura humana
apoyada encima, un pintor. En su pared se hallaba tallada en bronce una escena
de un cuadro que había visto en el Louvre, del cual me había comprado una
pequeña postal, ya que era uno de los que más me había gustado. En tonos
oscuros, una balsa repleta de cadáveres y personas agonizando, un naufragio, un
mar violento con altas olas y un firmamento aún amenazante. La naturaleza encarnizándose
con el hombre, llevándolo hacia su ruina, mostrándole su ferocidad. Un cuadro
del romanticismo en tonos pardos. Resolví nerviosamente buscar en mi mochila
esta postal, así la saqué torpemente y leí la inscripción que tenía en su parte
posterior “La balsa de la Medusa” de Théodore Géricault. Procedí a observar el
mencionado monumento, la tumba de Géricault, él sentado cómodamente sobre su
obra, sosteniendo una paleta y un pincel, mirando plácidamente a los caminantes
con su boina y su barba. Los secretos de París, los misterios del Père
Lachaise, sus lomadas, sus jardines, sus árboles y las hojas secas en el piso,
su frescura matinal en el estío. Seguí mi camino conmovido, conectado con el
pintor, agradecido de las casualidades o causalidades de este cosmos
inexplicable ¡Ay, compañera! ¿Por qué no puedo, acaso, pasar todas mis mañanas
recorriendo el eterno cementerio? Las tiendas del Boulevard Ménilmontant, los
puestos callejeros de discos y libros antiguos, los cafés me invitan a seguir
caminando en la Ciudad de la Luz, una y otra vez. Sentir los aires de libertad
en cada recoveco.
La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector
martes, 30 de julio de 2019
lunes, 22 de julio de 2019
El despertador suena demasiado temprano, ni un atisbo de luz
solar se filtra por la habitación. Las gatas remolonean sobre los pies, invitan
a seguir el sueño. Día tras día, la ropa de trabajo, una ducha, unos sorbos
rápidos de mate y salir a la calle, desolada, sombría, peligrosa. Un colectivo
lleno, un vagón de tren repleto de semblantes dormidos, repletos de hastío. La
estación terminal desbordada, un conglomerado humano sin fin, el sistema
funcionando, el sistema organizado, la estupidez organizada ¿Qué pensar cuando
se cae en la cuenta que solamente es esto la vida? El trabajo, la oficina, los
talleres, el Microcentro atestado, los horarios y los jefes, los edificios que
cubren el cielo. Una y otra vez, el dinero, el intercambio, el mercado, el
Dólar subiendo, el Dólar bajando, el Dólar caminando, el Dólar hablando, el
Dólar gobernando.
El hombre vuelve de la jornada relativamente temprano, lo
que pasa en el trabajo no vale la pena contarlo, la monotonía gris de un
edificio sin ventanas, de una jaula moderna llamada oficina. La calidez de
entrar nuevamente en el barrio, de saludar a los vecinos, a los viejos en el
bar de la esquina, a los amigos que pueblan las veredas con la birra. Ver de
nuevo a los amores, a la compañera, a las gatas, a la familia, y sentir que el
mundo es algo más, que no es todo lo mismo, que aún hay aire, cielo y tierra
por mirar.
Aún así el tedio persiste, pensamientos del absurdo,
pensamientos de la nada ¿Qué carajo es todo esto si al final todos nos vamos al
carajo? Si al final terminamos en la tierra, si al final nos tragan los
gusanos, si al final el olvido no perdona. Ahí viene la imagen de la bala en la
cabeza, de la pared llena de sangre; ahí viene la imagen de las vías del tren y
del cuerpo destrozado; ahí viene la imagen de la soga en el cuello, del cuerpo
colgando; ahí viene la imagen y las lágrimas brotan, y recorren las mejillas, y
se traga un fondo blanco de un vaso de cerveza. Los pensamientos, al fin, son
sólo pensamientos.
El corazón llena de sangre el cuerpo, sangre que busca
pasión para destrozar el tedio. El cuerpo como unidad, como hogar, el cuerpo
como prisión, como jaula que oprime desde cada fibra. La fisiología de la
materia hostigando a la fisiología del espíritu. El corazón que va más allá del
cuerpo, que resuena en cada hueco de la habitación, los latidos constantes, la
vida se siente en las manos, en los pies, en el dolor de golpearse un dedo
contra las patas de la cama, de agarrarse un dedo contra la puerta, de una
despedida eterna o de un desamor. El dolor y el cuerpo, el dolor que nos hace
saber que tenemos cuerpo y que tenemos alma, que las lágrimas brotan incontrolables,
que llenan ríos y mares, que el océano no es otra cosa que nuestro dolor, pero
que también es el asiento de nuestra calma. El dolor de no controlar el cuerpo
ni el alma, de encontrarnos indefensos ante nuestra inmensidad y la eternidad
del universo, que no sabemos bien qué carajo es y hace miles de años que nos
preguntamos lo mismo mirando el mismo mar, la misma tormenta, el agua. El agua
calma, el agua sana. El agua de nuestro cuerpo, nuestros fluidos, nuestra
esencia fresca.
La cama nuevamente, sentir el cuerpo nuevamente, ver las
paredes de la habitación nuevamente, sonreír por estar vivo, por haber vuelto
en sí, aunque habiendo perdido una partecita de algo, que se esfumó en el
viaje, en algún lugar. El sueño placentero. Todo comienza de nuevo.
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