La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

sábado, 24 de septiembre de 2016

Un día...

Sin duda que los tornillos en mi cabeza me aprietan, es como una jaqueca constante.Yo mismo me lo busqué, yo mismo me los puse. Sangran las imágenes, sangran los paisajes a lo lejos, idílicos para mi cabeza atornillada. Me pierdo en los humos de esta ciudad, como un autómata más camino, sangro y camino, como todos los demás. Cada vez que me levanto de la cama, cada día, cada nuevo sol, los malditos fierros se ajustan un poco más. Una cola, una espera, un colectivo, un tren, unas escaleras, encierro, puertas, pasillos, nuevamente la calle, ¡Un culo! Pero... ¿Qué culo? ¿Dónde están los ojos?  ¿Dónde están sus malditos ojos? Cierto, no hay. Los autómatas sólo tienen esos ojos inanimados, como de muñeca de porcelana, no dicen nada, no miran, no me miran.
Paseo por las calles, mis ojos ven, mis oídos escuchan, más allá de los tornillos, yo veo los únicos ojos que me miran, quizás para pedirme comida, dinero o para robarme, pero me miran. No son fantasmas. Los transeúntes pasan, no los ven, los atraviesan, como fantasmas.  Yo prefiero la autenticidad, aunque venga en forma de muerte.
Vuelvo, el paraíso, el calor afloja los tornillos, calor humano y no lo veo. Mis ojos se vitrifican, un autómata, me encierro en el cuerpo de un autómata, me encierran. Estoy atrapado, estoy adentro de un cuerpo inerte, un calabozo. Golpeo la puerta, quiero salir. Humo, humo y fuego para quemar las rejas, para derretirlas. Sangro pero vivo, sueño, sólo vivo si sueño…