La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

viernes, 15 de enero de 2021

 

La noche que se eclipsaron los cuerpos celestes se escabulló entre la maleza, el profundo jardín, el pasillo eterno que recorría la derruida casa, donde años atrás dos ancianos  exánimes volvían a ser tierra. Se fugó por la penumbra, entre sombras y la marmórea luz de la luna llena, sin destino, hacia el abismo. Desvanecióse su ágil cuerpo, se sumergió en las profundidades de lo desconocido.

Sucedió meses después, otra noche ominosa, luego de un crepúsculo que tornó el paisaje sepia, mientras los transeúntes se miraban las manos, anonadados, como si los falsos profetas estuvieran arribando y por fin se anunciase el término de los calvarios. Ella apareció sin más, caminando misteriosa por el sendero, apostándose pensativa en la ventana, mirando a todos. Sus ojos encendidos se habían transformado, sus gestos otrora apacibles se vislumbraban taciturnos, oscuros, no era la misma. Como si hubiera regresado del Hades, atravesando los pantanos del inframundo, su ser alternándose en realidades, universos.
(Ay, viajera ancestral, los caminos del Ananké te quitaron tu espíritu, vagando sin más entre la paradoja de los mundos hoy volviste).

Desde adentro se sentía el temblor,  el aroma a menta del jardín los envolvió, y allí la vieron, con su mirada transfigurada, su semblante impío. Era ella ¿Era ella? Se les erizó la piel, y fueron a su encuentro, movidos por una fuerza absurda, inconsciente, como si fueran sonámbulos en la madrugada. La abrazaron y cerraron los ojos mientras la oscuridad los envolvía.