La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

viernes, 21 de mayo de 2021

 

La tempestad golpeaba los tejados  de las antiguas moradas, sobre las aceras de adoquines fluía el agua como un arroyo en primavera. El pueblo se encontraba en silencio, sólo el viento y la tormenta, el rugido de la naturaleza como la ira del cielo negro. Entre penumbras el posadero salió de la hostería, la única que ofrecía el pequeño pueblo aragonés. El agua lo empapaba, sentía un frío penetrante con los azotes del vendaval. Siguió caminando por el camino que subía la pendiente en dirección hacia los Pirineos, a lo lejos las últimas casas del poblado se dibujaban como siluetas cada vez que relampagueaba. Su corazón latía intensamente, sentía correr la sangre en cada extremo de su cuerpo. No controlaba sus movimientos, su andar era mecánico, un automatismo instintivo lo guiaba. Súbitamente lo vio, el niño andrajoso caminaba canturreando a unos sesenta metros, ascendiendo por el camino. Instintivamente lo siguió, entre tempestades de las montañas, entre senderos pedregosos. En la ladera escarpada detuvieron su paso, en niño se volteó, estaba a unos quince metros. Su rostro era traslúcido y sin expresión, los cuencos de sus ojos huecos, el pelo ralo y manchado con barro. Exhaló vapores fétidos de su boca que marearon aún más al hombre, y así, se dirigió hacia el risco conteniendo la respiración. Contempló la inmensidad, la montaña, los valles y el río. Extendiendo los brazos se lanzó hacia las rocas que desgarraron su cuerpo una y otra vez.

Al día siguiente, los emisarios del municipio registraron la posada, no hallaron demasiadas pertenencias más que un manuscrito en idioma árabe firmado con el apellido de Gomélez , rubricado en Zaragoza a fines del siglo XVIII.