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jueves, 9 de mayo de 2019

Un quince en Fiorito



La noche caía en Escalada, estábamos preparándonos para una fiesta vestidos con la ropa de moda para adolescentes de quince años de aquel entonces. Mi novia y yo llevábamos una relación de dos años, desde los inicios del colegio secundario. Recuerdo que todo comenzó cuando éramos amigos, y ella tímidamente se me acercaba con sus mejillas sonrojadas y su mirada inocente en aquellos asaltos donde nuestra puerilidad se perdía poco a poco, en algún beso francés del cruel juego del semáforo o en algún prohibido vaso de birra que afanaban los pibes. Nuestro vínculo ya estaba consolidado, todo el colegio nos veía como uno a los dos. Cada vez que había una fiesta de quince íbamos juntos, bailábamos juntos, reíamos juntos, y la gente curioseaba cuando, por algún inconveniente, uno de los dos concurría a la velada sin el otro.
Esta ocasión se presentaba bastante particular, la agasajada era una amiga no tan cercana, que cursaba con nosotros, pero que apreciábamos bastante y había invitado a todo el curso “B” del colegio pero, sin decirlo expresamente, la enorme mayoría había manifestado que no iba a ir.
¿La razón? La quinceañera era de Villa Fiorito. El colegio se nutría de estudiantes de diversas capas sociales, principalmente de clase media y media baja. Muchos adolescentes provenían de Budge, Fiorito, Albertina y Caraza, aunque también había alguna minoría de las clases medias del centro de Lanús y de Remedios de Escalada.
Fiorito en el año 2006, a tan sólo 5 años de la crisis del 2001, y en pleno momento de restauración económica del país, no difería demasiado de los barrios ubicados en los márgenes de las ciudades: calles de tierra, los jóvenes con dificultades para acceder al sistema laboral e inmersos en problemas de drogas y alcohol, más aún en las zonas vecinas al Riachuelo, famoso por la contaminación nauseabunda de las curtiembres. Este era el caso Fiorito, conocido a nivel nacional por haber albergado la niñez del jugador de fútbol más grande y popular de todos los tiempos, Diego Armando Maradona, quien en el año 2008 dejó su marca firmando la primera “O” de la palabra “Fiorito”, que se hallaba en el cartel de la estación de trenes del barrio. La letra rubricada fue robada al día siguiente. Violencia, robos y muerte, palabras usuales en boca de los vecinos de esta localidad.
Sí, año 2006, cumbre del rock barrial y la cumbia villera. Los valores de la calle y del barrio predominaban en una clase media golpeada años atrás por una de las peores crisis de la historia. Un país que parecía resurgir de las cenizas, levantarse del fondo pero aún con miles de cuestiones por resolver. La inseguridad, la preocupación principal de las clases medias. Las crisis de seguridad ciudadana reemplazaron a las viejas crisis de seguridad nacional que tuvieron lugar hasta mediados de la década del ’90. Aún se oían a lo lejos, resonando en la memoria, los disparos de la Masacre de la Tablada y los levantamientos “Carapintada”.
A las ocho de la noche llegamos a la casa de nuestra quinceañera, las rejas abiertas de par en par, todo el barrio en la fiesta, o toda la fiesta en el barrio. El escenario era un amplio patio tras un humilde enrejado, largos tablones de madera con caballetes llenos de comida, vino y cerveza. Los más grandes sentados, riendo, charlando. Los más jóvenes afuera, en la vereda, apostados en un árbol hueco, tomando vino rebajado en una botella cortada, un clásico del conurbano. La casa estaba abierta, se mostraba en su plenitud hacia la calle, los vecinos entraban y salían. Un fervor festivo se dibujaba en los rostros.
Me acerqué junto con mi pareja a saludar a nuestra amiga, que tenía un semblante renovado y sus ojos brillosos por la exaltación que le provocaba el evento. Descubrimos también a otra compañera de curso, vecina de Escalada. La cumpleañera iba de acá para allá, saludaba constantemente a nuevos invitados, y así transcurría la fiesta.
Ahora éramos tres, nuestra compañera de curso se había unido a nosotros. No conocíamos a nadie pero decidimos acercarnos al grupo de jóvenes que se encontraba en la vereda:
-¿Cómo están, che? Acérquense, háganse amigos, agarren un escabio. – Nos invitó uno de los pibes amablemente.
Así pasó una hora, entre bebidas alcohólicas que iban y venían. Demasiado para nuestro inexperto hígado, sin embargo decidimos no seguir en el éxtasis etílico, nunca es seguro sobrepasarse en ámbitos desconocidos, y menos aún en territorios desconocidos.
Todo lo contrario sucedía con nuestros nuevos amigos, los pibes que estaban sobre el tronco hueco. Sus rostros se deformaban tras cada sorbo de alcohol, sus voces se hacían roncas y sus movimientos cada vez más bruscos y violentos.
De repente la amabilidad de transformó en agresividad, lo que se podría decir ''en una tumbeada'':
-¿Che, amigo, y vos quién sos? – Dijo uno con la mirada perdida que se asomaba debajo de la gorra.
- ¿Vos te la aguantás? ¿Qué onda? ¿Ella es tu mujer?- Con gestos intimidatorios, expresaba otro.
Mi comfortabilidad fue desvaneciéndose así, mutando en una incomodidad manifiesta, que brotaba de mis poros, y se leía en mi mirada pueril.
Cuando uno de los chicos se nos acercaba amenazante atiné, con palabras de disculpas, a alejarme y decirles a las chicas que vayamos para adentro. Así fue, nos resguardamos entre los mayores, pero ya queríamos partir, alejarnos, estar en la comodidad de nuestra casa, en la familiaridad de nuestros barrios.
No queríamos quedar mal con nuestra amiga cumpleañera pero nuestra urgencia era salir de la fiesta y del barrio, no sabíamos cómo podía terminar todo a las seis o siete de la mañana porque seguía entrando gente y hasta la calle se colmaba, el barrio era la fiesta. Era temprano, el reloj del Nokia 1100 marcaba la una de la madrugada.
Decidimos ir los tres a encerrarnos al baño, el único lugar seguro. La estrategia que decidimos fue llamar por teléfono al padre de nuestra amiga de Escalada, sin que el resto de los invitados advirtiera llamado de auxilio, ya que queríamos explicarle la situación y pedirle que venga con urgencia. Así, atendiendo a nuestro llamado, nuestro salvador, el padre de nuestra amiga, prometió acudir en diez o quince minutos y sacarnos del lugar.
Mientras tanto afuera los pibes ya estaban dados vuelta, mirando siempre amenazante a estos tres pichones que no eran del barrio. Peor aún fue la situación que vivimos, ya con los mayores, cuando salimos del baño. Toda la fiesta se enteró que habíamos ido los tres al baño cerrando la puerta por unos diez minutos. Los mayores beodos preguntaban, asquerosa y libidinosamente, si habíamos hecho un trío sexual, concepto totalmente descabellado para nuestras púberes mentes, que solamente comenzaban a dar sus primeros pasos en las cuestiones sexuales.
Todo esto sumó pudor y horror a nuestra situación, nos urgía salir de allí. Con valentía me dirigí solo hasta la calle para ver si podíamos inventar una especie de fuga. Vi la calle de tierra oscura, los rostros me seguían, las luces amarillentas daban un panorama desolador. Era como estar perdido en un desierto, como querer escapar de una isla. Mi corazón latía rápido y con fuerza, mis pupilas dilatadas buscaban un escape, mis manos rogaban temblorosas que el auto de nuestro salvador llegue de una vez por todas.
Fiorito de noche me aterraba. Con estupor vislumbré que uno de los jóvenes que estaba en la puerta poseía un arma, un revólver en la cintura. Reían, cómodos, era su casa, su barrio. Nosotros, ajenos, extranjeros, foráneos, giles, caretas, de otras raíces.
Por fin escuchamos el sonido de la salvación, una frenada abrupta, un auto llegó con furia, estacionó a diez metros de la entrada. Era el padre de nuestra amiga, nuestro mesías. Nos hizo señas para que vayamos, y subimos con urgencia en el auto. El hombre estaba calzado, tenía una Bersa nueve milímetros. Era policía. Salimos arando por las calles de tierra. Llegamos a las tres de la mañana a Escalada, nuestra amiga también vivía en la villa. Un barrio humilde lindero a nuestro colegio. Era nuestro barrio, nuestro hogar, nuestros espacios conocidos. Pasamos la noche ahí. Respiramos.
Tuve que hacerme en el barro y en la calle, lo fui aprendiendo paulatinamente. Mis catorce años no eran nada, una historia se me abría por delante. Fiorito no podía ser mi laguna de Estigia. Ningún barrio es el infierno. El mío no era Recoleta ni Belgrano, pero al menos era mi casa, mi familiaridad.

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