La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

miércoles, 6 de marzo de 2019

El Bajo

El Bajo comienza en un callejón detrás del cementerio que algunos kilómetros hacia el norte se transforma en la céntrica calle Murature.  El alto paredón mortuorio, las casas bajas que nunca baña el sol, un aspecto triste que culmina a la tardecita cuando los pibes salen a jugar a la pelota, aprovechando la escasez de automóviles, ya que casi nadie se anima a transitar El Bajo por miedo a los robos.
Recuerdo que cuando era chico y salía a andar en bici por el barrio, mis viejos me decían que no vaya más allá de Rodríguez, que vaya para el otro lado porque si cruzaba la avenida estaba “la villa”, y me podían afanar. Las diferencias sociales se dan, incluso en una localidad marginal como Centenario, nos dividimos aún entre los pobres, los laburantes, entre hijos de inmigrantes. No hay clase alta ni pequeña burguesía, pero los ferroviarios, los obreros, algún que otro comerciante, es decir, principalmente los hijos de inmigrantes europeos ven con un poco de resquemor a los que vinieron unas décadas más tarde a ocupar los terrenos linderos, provenientes del interior del país, “los cabecita negra”.
No hay nada de particular en El Bajo, sin embargo, la prohibición, la restricción siempre despiertan curiosidad. Esa parte del barrio, lúgubre, escondida atrás del cementerio, era un mundo desconocido, un territorio inexplorado por este aventurero de arrabal. Un poblado fortificado, encerrado entre los paredones del Cementerio Municipal de Lomas de Zamora y el Cementerio Judío Sefaradí, de callejones oscuros, de rostros extraños y malevos.
Llegando a mis veintidós años, casualmente, conocí y me enamoré de una chica que vivía del otro lado de la Avenida Martín Rodríguez. Siempre fui de interesarme en amores de barrio, en mujeres del conurbano. La simpleza y el barro siempre me parecieron una virtud.
Ahora mi vida transcurría habitualmente en la parte más baja de Centenario, caminaba las calles como si fueran mías, como si siempre hubiera pertenecido a Centenario, como si todo Centenario me hubiera pertenecido siempre.
Para llegar a la casa de mi novia, que vive a media cuadra del Cementerio Judío, algunas veces, agarraba a propósito por El Bajo, lo cual no era necesario ya que era más directo por la Avenida El Plumerillo. No obstante, como excusa para agarrar por el callejón de la calle Murature y bordear el paredón del Cementerio Municipal, decía que por allí evitaba tanto el semáforo de Rodríguez y Plumerillo como los colectivos que transitaban por allí y retardaban el tránsito. Cabe aclarar que de mi casa a la suya hay exactamente 12 cuadras, con lo cual mi argumento era absurdo.
Así, El Bajo se abría para mí, sus callecitas mojadas, sus grupitos de pibes en la esquina que ante lucían peligrosos ahora eran parte del paisaje urbano. De vez en cuando había que frenar el auto esperando que los nenes que estaban jugando a la pelota en la calle me dejen pasar. La gente en la puerta de sus casas, tomando mate o disfrutando una birra fría.
La identidad se había forjado en base a la exclusión que sufrieron durante décadas sus habitantes, en las paredes había pintadas con el nombre del barrio y también se veía el rostro de un pibe que habían asesinado en un hecho confuso en Camino Negro. El Bajo rendía culto a su historia y a su gente, tenía vecinos organizados en asambleas que peleaban por vivir en mejores condiciones.
El baldío de Rawson y Murature, donde el Cementerio hace una ochava y bordea el paredón, que los carreros usaban como basural se convirtió, con la lucha de los vecinos, en una linda plaza arbolada que culmina en la otra parte de la pared de la necrópolis, sobre la calle Conesa. El final de la plaza está coronado con un pequeño escenario (hogar de futuros corsos barriales), junto con una humilde edificación donde funciona la asamblea barrial, que lleva el nombre del chico asesinado.
Ayer pasé por ese lugar cuando caía la noche, los niños del barrio andaban en bici mientras los más grandes se reunían bajo los jacarandá frente al paredón, escabiando unas frescas. Parecía un barrio cerrado de lo tranquilo que se veía, excepto por las casas bajas y el ambiente marginal, claro.
Al fin y al cabo El Bajo no es otra cosa que un barrio más de Centenario, unas 5 o 6 cuadras que están encerradas entre la Avenida El Plumerillo y los paredones de dos cementerios. Sus habitantes excluidos, marginados, son laburantes, obreros, inmigrantes. Mi aventura develó secretos y misterios de mi niñez, derribó prejuicios. Lo desconocido sólo es tal mientras lo así lo percibamos.

sábado, 2 de marzo de 2019

En las noches de vigilia se despiertan mis sueños,
Espectros del tiempo, misterios para mis sentidos;
Acaricio con mis dedos las figuras de mis fantasmas.
No hay nada irreal en las sombras;
Como las flores que despliegan su perfume en la noche,
Vivo en la palidez de la luna,
No hay nada irreal en las sombras,
La embriaguez de lo desconocido,
Íncubos que irrumpen en mi letargo,
Danzan al compás de un réquiem siniestro,
Me envuelve la bruma de sus cuerpos traslúcidos.
Otra madrugada más, la lluvia sobre el techo de zinc.
Toda la verdad está en los sueños...