Un andar absurdo y errante por la habitación iluminada bajo la luna llena. Una vuelta y otra, mira hacia el piso, y finalmente se sienta
contemplando el cuadro que arroja la ventana que da hacia el corazón de la manzana del barrio,
suburbio turbulento. Respira el aroma espeso de viejas obras que reposan en las
enormes bibliotecas que abundan en el hermético habitáculo. Agarra el termo,
ceba un mate y lo toma, reflexivo. Las paredes lo observan, empiezan a temblar,
a resquebrajarse y una polvareda de concreto haciéndose trizas dificulta el
paisaje y la respiración. Primero, se desmoronan los volúmenes completos de
Maupassant, El Horla le martilla la cabeza desde el sexto estante, adormilándolo
del dolor, y prosigue la debacle, quedando luego el héroe sepultado entre
libros y escombros. Ahora el frío penetra en los resquicios del cúmulo de
escombros, hojas sueltas y cartones. El ser recobra consciencia y fuerzas
abriéndose paso entre el derrumbe, mira a los astros, a su inmensidad, los
eones del tiempo. Su angustia desaparece cuando encarna su finitud.