De cuando en cuando, sobre la calle Cid Guidi de Franc, la
luna llena se posa sobre el horizonte. Refulge sobre el punto de fuga hacia el
Oriente lejano, alzándose sobre la copa de los escasos árboles y los
techos de tejas de las casitas bajas.
Desde mi infancia recuerdo vívidos los días que ella se presenta y cada vez que
miro hacia la bóveda estrellada los recuerdos brotan, exigen escaparse del
pobre corazón, como si la sangre de las venas me hirviera por unos segundos,
por un instante efímero. Retomo las noches cálidas de verano, en familia,
cuando volvía de cenar de los nonos, en la casa que queda a la vuelta de la
mía, sobre la calle Emerson. Cuando observo al Astro es como si todas aquellas
noches que lo contemplé (y todas las que lo contemplaré) se unieran en un presente
eterno, se fundieran en una sola, un momento unívoco.
Aquel niño, que reflejaba la luz pálida en sus pupilas,
lleva inherente el alma de este adulto. Son una misma persona en ese instante, la
permanencia de las memorias.
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