Los días fríos y de bruma el barrio del cementerio
manifiesta una desolación única. Las calles poco transitadas transmiten algo
más que su cotidiana inseguridad. Los usuales temores, que acechan al que
camina solo por las noches, se transforman en algo más profundo, metafísico e inenarrable.
El Cementerio Municipal de Lomas de Zamora tiene su entrada
principal por la Avenida Martín Rodríguez y desemboca en el afable, aunque
un poco sombrío, boulevard de la calle Zamora. La vieja entrada tiene tintes neoclásicos y
da hacia la necrópolis de los panteones, donde habitan los restos de las
familias históricas y acaudaladas del distrito. Cuanto más lejos uno se
encuentra de la entrada, el cementerio transmuta paulatinamente en un paisaje de
abandono y desidia. Tumbas descuidadas, lápidas con musgo, cruces paupérrimas en
las cuales apenas se leen los nombres y las fechas del período vital de los difuntos. La ciudad de los fenecidos
inmensa se abre, hasta los recónditos lugares donde la tierra espera para tragar nuevos cuerpos. Los
laterales contienen los nichos, en algunos lugares de dos pisos, donde se
amontonan los huesos y la putrefacción de las clases populares. En las paredes
hay pintadas de pibes asesinados por la policía, dibujos tumberos. Durante el día
suele haber rituales alcohólicos, acompañados de porro y cumbias de fondo,
se derrama el cáliz sobre las tumbas, como si el muerto acompañase el bacanal.
Tampoco faltan los chorros, quienes aparecen al final de la jornada, a eso de
las seis de la tarde, para luquear a algún desprevenido que aún sigue dando vueltas, o robar una plaquita de plata o bronce y hacer algunos pesos.
Los alrededores del barrio viven del cementerio, los muertos
dan vida al barrio: marmolerías, florerías, casas de sepelios por doquier,
empleados del cementerio. Cuentan los que trabajan por las noches, como serenos
del lugar, que los días de invierno, de bruma y luna llena, son aquellos en los
que se lamentan por alguna vez haber aceptado ese laburo. El cementerio se
viste de tinieblas, las penumbras apenas dejan traslucir las viejas lámparas
amarillas y sobre las tumbas húmedas despiertan fuegos fatuos. La Oscuridad
inunda el jardín del óbito, y aquellos que se animan a mirar en el horizonte de
los fenecidos pierden la razón por el horror que se infunde sobre su sangre. Hay historias, cuentan, sobre cuerpos podridos y fétidos colgando en la oscuridad, como si flotaran, chorreando restos subterráneos. La
Oscuridad sólo deja ver los pies, algunos esqueléticos, algunos marmóreos,
grises. Las tinieblas confunden la visión, los serenos no se animan a caminar
más allá de su garita que da hacia la intersección de las avenidas Hornos
y Martín Rodríguez, ni siquiera se atreven
a iluminar, sólo confían en el paso del tiempo para que su turno termine, entre
mate y mate, con las mandíbulas gastadas de temblar. La paga es mala pero peor
es no llevar comida a la casa. Las historias son subterráneas, anónimas, aunque
las licencias psiquiátricas pedidas al municipio abundan.
Algunos afortunados pueden ahorrar y dejar del trabajo para
poner algún localcito que venda flores sobre la avenida. A pesar de todo, los
muertos le dan vida al barrio.
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