Entre los padecimientos de la migraña, caminando lentamente
por la habitación observé aquel libro de tapa dura que solía leerte algunas
noches entre risas y cosquillas, tirados en la cama. Ese libro de Edgar Allan
Poe nos sumergía en las historias de Morella, de los Usher, de Valdemar. Cuando
impostaba la voz y comenzaba los relatos
todo a nuestro alrededor desaparecía y confluíamos en un torbellino
surreal adentrándonos en resquebrajadas mansiones en tinieblas, en la
visualización de rostros llenos de expresiones de horror, en cuerpos viscosos y
putrefactos, en voces del afterlife. Vos amabas mis lecturas, mi voz resonante.
Las noches se vivían en el esplendor de las caricias y la literatura, en el
candor de las sábanas y el fulgor de los cuerpos que las rozaban apaciblemente.
Despertábamos en un sosiego pleno, volviendo a la claridad del día, de los
pájaros que se apostaban sobre el tilo, que perfumaba soleadas y frescas
mañanas de otoño.
Ahora contemplo la lápida bajo la lluvia, me guío en el
cementerio por el imponente ciprés que se erige a unos metros de la tumba.
Contemplo la tierra mojada y pienso en la frase de Morella “I am dying, yet shall I live.” El pasado
no está muerto, nunca muere, lo único efímero es el presente y por eso mi
condena es peor que esta sepultura.