De vez en cuando recuerdo aquellos encuentros diurnos en los
que, entre porro y mates, el sexo nos
infundía hervor en la sangre. En los resquicios de la ventana se
filtraba un haz de luminosidad sobre tu piel blanca. La cama temblaba como si
hubiera un terremoto, por la vehemencia de nuestros cuerpos. Entrega total de
nuestra desnudez, sin tapujos, que
culminaba en el éxtasis de los orgasmos.
Una casa con techo de chapas, paredes ajadas por la humedad, que irradiaban
vida en las cercanías de los muros de la muerte, en el barrio del cementerio. Luego
el tabaco y después la poesía, las palabras en mi boca, las palabras en tu
boca. Los escasos rayos de sol que el
paredón de la calle Murature permitía ya comenzaban a desaparecer cuando caía
la tarde, señal que indicaba tu partida. Unos últimos sorbos de mate y la
despedida. Quedaba sólo observando la ventana, el exiguo callejón, escuchando
los estertores de los viejos colectivos que pasaban por la avenida. Otro día más,
un obrero de la cotidianidad, un hijo del vacío, llenando los vestigios del
pasado con los placeres del presente. Inevitable pasado que habitaba cada
ladrillo del muro frente a mi casita humilde. Los polvos añejos de lo que alguna vez fueron
cuerpos con vida, los huesos pútridos de
seres corpóreos y lejanos, los barros de la nada inundándose con cada lluvia, llenando el barrio con el
aroma de la muerte. No, la muerte no está en el cementerio, sino que comienza
de sus puertas para afuera, en las calles, en las plazas, en las casas. Estoy
soy, en cinco líneas mentales un súbito erotismo, una calentura onírica, quizás real, quizás recuerdo; en
otras cinco líneas la muerte, el pasado y lo fétido. Así, como esa casita
donde dos personas cogían con vehemencia
que quedaba frente a las paredes cementerio, donde los paganos llevan a cabo
rituales eclécticos e inunda las zanja de sangre y plumas de animales.
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