No hay nada que no esté dicho, sobran las palabras y hay
noches que ininteligibles. Después del vino fue sexo metafísico, trascendiendo el
tiempo y el espacio. La habitación que no era, el fuego que parecía eterno,
entrelazamiento cuántico pasajero. Nada es eterno, todo finalmente deviene, cae
por su propio peso, por la ladera del absurdo, de lo que ignoramos, lo que no
entendemos, de lo inasible. Perdimos nuestras vidas por un instante, con su
realidad uniforme, racional, tangible. Nos envolvimos en un uróboro, ciclos
eternos de vida y muerte, pequeñas muertes que nos estremecían. Las pupilas
dilatadas, las piernas convulsionadas, la casa que se caía por el temblor, el
sismo del vórtice que se abrió y nos tragó para luego escupirnos en la siempre
gris realidad del día y de la noche, de los cuerpos, de lo físico, de lo que
envejece, se marchita y muere. Lo eterno no existe salvo los momentos que, como
reza el epitafio de Keats, se escriben en el agua. Infinitos, inmarcesibles,
perennes, incesantes, así son las memorias que se guardan en los cuerpos, los
muros y la tierra; que se transforman en mitos, en historias, en espíritus del
mundo, en palabras de boca en boca, en leyendas ¿Quién dice que no existieron
dos amantes en Transoxiana que se unieron en lo esotérico de un sexo espiritual
y su leyenda se inscribió en las paredes de los templos zoroástricos del fuego;
transmitiéndose así de generación en generación como un Mito del poder de esa
unión?