La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

sábado, 30 de noviembre de 2024

1374

 

Se alborotan las callejuelas de Aquisgrán, un sonido de jolgorio emerge desde cada rincón, la tierra empieza a temblar ¿Serán los demonios? ¿Será la venida del Hijo de Dios? Puertas de madera que se abren, gentíos que salen al exterior, con sus miembros convulsionados, con sus pupilas dilatas, su mirada desvariada. Algunos desgarran sus ropas, pechos vacilantes al aire, cabellos despeinados, y un canto (¿O un rezo?) aterrador que no cesa. Multitudes tumultuosas como un río revuelto se dirigen hacia la Capilla Palatina, miles danzan agarrándose de las manos, una ronda infinita.

Horas, días… Algunos caen exhaustos, sin aliento, estertores de los muertos que se apilan mirando el cielo, mirando la tierra sucia, putrefacta, donde se acumulan cuerpos, heces y orín. Otros siguen bailando entre la mugre, gritando de alegría.

Semanas, meses… Y el baile se extiende en cada rincón de Renania y llega hasta el Sarre, en cada valle, en cada pueblo, se despierta el baile, la danza macabra.

En la capital carolingia, un hombre que bailaba mira el cielo. Un Ángel de alas negras, de torso blanco y desnudo, de frondoso bello negro azabache; cabeza de cordero y ojos rojos. Desciende a la tierra devastada, aterrizando sobre los cuerpos, lo mira fijo y su danza se detiene. Toda la danza se detiene, toda la música se detiene, todo el tiempo se detiene por un instante. Como despertando de un sueño, respira el gentío profundo al unísono y, sin decir palabra alguna, vuelven a sus casas.

El Ángel camina entre los cadáveres, sus pies pálidos chorrea un viscoso líquido que parece brea. Su andar es refinado, sus pasos son lentos pero firmes. Se dirige hacia el interior de la Capilla Palatina, camina por la nave central, a sus costados hay cientos de seres, que lo miran silenciosos; seres de formas ominosas, cuerpos desechos, ojos de blancas pupilas, miradas muertas y cabellos finos, raídos.

Se encolumnan tras el Ángel todas estas formas corpóreas inenarrables, una larga fila y se detienen en el crucero de la Capilla. Todos observan con ojos muertos al Ángel sentándose en el Altar.

En el altar de mármol frío, el Ángel se acomoda con la gracia de un rey destronado. Su cabeza de cordero ladea, los cuernos curvados como guadañas oxidadas, y sus ojos rojos brillan como brasas en la penumbra de la capilla. El torso desnudo, cubierto de vello negro que ondula como olas de medianoche, exhala un aliento que huele a incienso quemado y a carne podrida. No habla; no necesita. Su presencia es el mandato.
Las formas inenarrables —esos seres de carne deshecha, rostros derretidos como cera bajo sol infernal, extremidades retorcidas en nudos imposibles— se arrodillan en el crucero. Sus ojos blancos reflejan la luz mortecina de las vidrieras rotas. Un murmullo surge de gargantas que no deberían emitir sonido: un salmo invertido, palabras en lenguas olvidadas que hacen sangrar los oídos de los vivos ausentes. "Agnus Dei qui tollis peccata mundi", susurran, pero las sílabas se retuercen en "Agnus Dei qui tollis anima mundi", y el eco rebota en las bóvedas como risas de niños ahogados.
El Ángel levanta una mano pálida, mueve sus dedos lívidos, largos y finos. De sus uñas brota una brea viscosa, que se derrama sobre el altar formando un charco azabache. En su superficie aparecen visiones: Aquisgrán en llamas, azufre desde la bóveda negra del cielo abierto; llamas danzantes que devoran almas. Los danzantes caídos se alzan de nuevo, no como muertos, sino como marionetas de hueso y tendón, sus danzas ahora eternas en un vals con la nada. 
Uno de los seres —otrora un obispo, ahora con mitra fundida en el cráneo, ojos cosidos con hilo de oro— se arrastra adelante. Sus rodillas dejan surcos en el suelo de piedra, donde la brea se adhiere como lepra. "Señor de la Ronda", gime, voz como grava en un pozo seco, "¿has venido a redimir o a devorar?". El Ángel no responde con palabras. Baja la cabeza de cordero, y de su boca surge un gemido ominoso: un sonido que parte el aire, que hace crujir las columnas carolingias. Las vidrieras estallan en cascadas de cristal coloreado, representando no a Carlomagno, sino a un emperador con corona de espinas negras, bailando sobre un mar de cadáveres.
La procesión se mueve. El Ángel se pone en pie, alas negras desplegándose como las velas del Holandés Errante, y camina hacia el trono vacío de Carlomagno, ahora cubierto de musgo y excremento. Los seres lo siguen, una cola de abominaciones que se estira hasta las puertas de la capilla. Afuera, la ciudad duerme un sueño inquieto.
En el trono, el Ángel se sienta. Cruza las piernas, torso blanco reluciente bajo la luna que se filtra por el techo agrietado. Levanta los brazos, y las alas se extienden hasta tocar las paredes. Un nuevo baile comienza, pero no de pies humanos: las formas inenarrables giran en espiral, cuerpos chocando en éxtasis grotesco, huesos rompiéndose y reformándose. El salmo invertido crece, un coro que hace temblar la tierra de nuevo. ¿Es redención? ¿Es juicio? El Ángel sonríe con su boca de cordero, dientes afilados como navajas, y en sus ojos rojos se refleja el fin: no el Hijo de Dios, sino el Hermano Perdido, el que baila en las sombras de la historia.
Y Aquisgrán, cuna de imperios, se convierte en tumba viviente. La danza macabra no cesa; solo muta, eterna, esperando al próximo alboroto de las callejuelas.