La estación duerme solitaria, no es más que un apeadero en
medio de la nada. La nieve cae densa, mientras ráfagas heladas sacuden las
chapas. La soledad es palpable y angustiante para todo visitante que llega
desde el Oriente y Occidente. Desde tiempos inmemoriales, como una posta en
medio del camino, como un paraje hospitalario en medio de un largo viaje, existe
Sadakhlo.
Otrora, el paraje resplandecía como un nodo de intercambio
cultural y comercial en la vieja Ruta de la Seda. Azeríes, armenios y kartvelianos
se reunían en el mercado itinerante ofreciendo productos regionales de cada
comunidad, mientras los viajeros de distintos puntos cardinales aprovechaban para
descansar y ofertar por las curiosas mercancías.
La historia de las civilizaciones arrasó bélicamente la
lumbre que emanaba del pueblo. Ya no quedan más que vestigios, un recuerdo, de
los viejos caminos, y solamente funciona un apeadero intermedio que revive cada
dos días, a la medianoche, cuando frena el tren del Sur del Cáucaso para ser
objeto de control.
Cuando uno divisa desde cierta distancia la estación, con
sus tres o cuatro edificios solitarios, una decena de perros se acerca
anunciando la visita amigablemente. Hoy, los pocos pobladores del lugar, funcionarios
de aduana y policía migratoria, cuidan con un amor ferviente a la jauría, y manifiestan
no reconocer el origen de los canes. Más bien entienden que siempre
estuvieron allí.
Nadie sabe a ciencia cierta por qué son siempre los mismos;
nadie, más que ellos, sabe que nunca nacieron y nunca murieron, que están allí
desde los tiempos de la Ruta de la Seda recibiendo a los viajeros que desde variados
rincones del globo pasan por Sadakhlo.