Cuando las luces del día aún se encontraban lejanas quedé
atrapado e inmóvil en mi lecho. Sólo la luz de la luna, tenue y pálida como el
rostro de los muertos, penetraba en la humilde ventana. Mis latidos se
agolparon en el pecho, los músculos de mi cara se entumecieron en una sonrisa
atroz acompañada de mis ojos completamente abiertos. Las sombras comenzaron a
envolverme, mientras mis uñas se clavaban en el colchón como los gatos se
aferran cuando temen. Comencé a escuchar las campanas de la vieja Concatedrale di Maria Asunta, aturdido
por su cercanía y atónito porque no había modo de que estén sonando en plena
madrugada. Una bocanada de aire, una brisa y desperté, gimiendo y transpirado,
sintiendo nuevamente la libertad en mis extremidades y mis articulaciones. Me
levanté súbitamente y corrí hacia la ventana, los callejones del viejo pueblo pugliese inmersos en una bruma fétida. Mi
ventana daba hacia la via Michele Speranza y se encontraba en
un tercer piso. Entre los angostos caminos y la intensa bruma vislumbré una
figura escuálida con un vestido negro estilo campesino, un velo recubría lo
poco que podía observar del contorno de su rostro. Su vestimenta me rememoraba a mi Nonna, mi bisabuela oriunda de las montañas abruzzesas, un largo vestido oscuro que cubre hasta los tobillos, casi sin dejar entrever las carnes. No se oían más ni las
campanas ni el viento, una calma sepulcral cubría la vecchia città. La figura, con un andar cansino, notó mi presencia y volteó su rostro hacia mí, levantando
su velo. Aún recuerdo de los vehementes escalofríos que recorrieron mis
entrañas cuando observé aquel espectro, alguna vez humano, y advertí que bajo las
viejas telas no había otra cosa que una horrible calavera con su eterna mueca
sonriente grabada. Se notaba el pavoroso paso del tiempo en la amarillenta dentadura, y su mirada, sin ojos, desde los huecos espacios oculares, laceraba mi corazón con un espanto inenarrable. La città también se había tornado siniestra, su familiar paisaje me parecía casi desconocido. Los pequeños pasajes de la antigua ciudad se veían surreales, como si hubieran viajado en el tiempo hacia décadas inmemorables. Ominosos sonidos se escuchaban como ecos entre las ajadas paredes que encerraban los callejones. Me volví inmediatamente hacia mi cama, alejándome de la abominable ventana, como si fuera una puerta hacia los círculos del infierno, sintiendo un frío
penetrante en mi cuerpo. Me sentía en una especie de ensueño, entre una realidad irreal de la que no lograba despertar. Me acosté boca abajo, aferrándome a la
almohada, sintiendo aún el perfume fétido de la muerte hasta que logré
dormirme profundamente, como luego de una eterna y dolorosa vigilia.
Al día siguiente, en la típica colazione del bar, con los músculos aún tensos y una fiebre
constante que me sumergían en un estado deplorable pude conversar con el dueño
del antiguo bar, quien notó mi malestar y pareció adivinar sus extrañas causas. Fue así que me comentó que en la noche del veinticinco de mayo la gente del pueblo sabe
que debe dormir profundamente y no debe despertarse, bajo ninguna circunstancia, durante la madrugada. Los métodos son de lo más diverso. Algunos
beben hasta la inconsciencia, otros, principalmente los niños, toman píldoras
para dormir, pero nadie, absolutamente nadie de los veinticinco mil habitantes
se despierta durante la madrugada de esa noche. Todos saben que cuando cae el sol los espectros regresan, merodean los pasajes con su andar pesado, eterno . La llaman ‘’La Notte del Ritorno dei Morti’’ y sucede desde hace casi tres
siglos, luego de que una famosa batalla entre los austríacos y los borbones
tomara lugar en el pueblo, inundando de sangre las viejas callejuelas y las
famosas campiñas de olivas. Los dolores del pueblo despiertan una vez al año. Una
noche que recuerda aquella cruenta batalla donde sometieron a sus habitantes,
sus cabezas rodaron frente a la Concatedrale,
su sangre baño los prados, también una noche de bruma…
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