I.
Estaciono el auto casi abajo del
puente, me bajo y prendo un pucho. Camino hasta la entrada del último edificio,
llegando a Basualdo. Fumo mientras espero que baje a abrirme, me siento cómodo
en los monoblocks, son como pequeñas ciudades, tienen todo lo necesario para
subsistir sin necesidad de salir de ellos. El sur de la ciudad, otrora
desconocido, tiene un aspecto soviético y latinoamericano entre las autopistas;
me trae remembranzas más similares a mi conurbano sur que a la propia capital. Ahí
la veo, siempre se me escapa una sonrisa al verla. Es una expresión
involuntaria, no la controlo. Se me representa en mi mente la primera vez que
la vi: estaba cruzando la 9 de julio por Independencia, cuando me agarró el
semáforo antes de cruzar el último tramo… Ahí la reconocí, esos ojos morenos
que sonreían se achinaban tiernamente y me observaban ¿Habré visto alguna vez
una sonrisa tan deslumbrante?
Me saluda con un beso suave, besos
que cada día se sienten más increíbles, es sorprendente lo que puede generar
ese contacto entre las bocas, los labios. El cuerpo se estremece y seguimos
hacia adelante, subimos por el ascensor, la infinidad de galerías, pasillos,
las ventanas que dan hacia los patios internos, la vida en las jaulas de
cemento, las colmenas de concreto. Los mates, el balcón mirando hacia la
autopista, unos besos espontáneos, todo se siente un poco como en casa. Luego
la habitación, las miradas, las risas.
Hoy llevo el fuego guardado,
quemándome desde adentro. El fuego de la habitación, la luz tocando tu piel que
parecía dorada, un sosiego en medio de los monoblocks. Un payé (como el que una
vez te dije que tenías) recorre mi cuerpo, enceguecido y extasiado vuelo hacia
la lumbre, fuente de todos los placeres. La habitación, el balcón, la
autopista, tu risa, tu boca, tu mirada, los cuerpos, los gemidos; mientras el
tiempo está congelado, mientras las horas no existen, mientras nada más existe.
Suspendidos en el aire, entrelazados, levitando en la habitación, chocando
suavemente contra las paredes, revolcándonos en el aire como si fuéramos un panadero arrastrado por el viento
recorriendo los jardines un día soleado de otoño. Luego, una pequeña muerte,
como la que siento ahora, un paréntesis existencial.
Ahora caigo, soy Ícaro cayendo
hacia el vacío, mis alas se consumen entre las llamas de tanto calor. Caigo sin
fin, sin fondo, inerte.
Payé, embrujo de tez morena,
perfume salvaje de sexo. Ternura, calidez, suavidad, todo en tus manos.
II.
Dejé una vida, salté al vacío, me interné en la locura del
amor por ella. Arriesgué todas mis cartas, ofrecí todo lo que tengo, y si me
faltaba algo, lo inventaba, lo buscaba, para dar más y más. Encontré en ella mi
Demiurgo.
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