No existe sueño que pueda encerrar todos los caminos que me
llevan hacia el techo del mundo. Tanteo con mis manos las huellas de las
caravanas, veo desiertos y montañas; huelo sangre y respiro el perfume de las
flores de las estepas. Adormecido bajo las estrellas, acostado sobre una
alfombra, escucho como a lo lejos, en el tiempo, las pisadas de las hordas, el
crujir de los cráneos y el choque metálico de los sables.
Luego de días de viaje me detengo en un bazar, la multitud
me desborda, el aroma de las especias, el rumor infinito, saboreo el pilaf y el
cordero, los frutos secos, la miel. Los alminares rompen la cadencia de las
voces, una oración penetra en los callejones, me trae recuerdos de vidas
pasadas.
Una taza de té, charlas afables con amigos locales mientras
se comparte el narguile. Las tardes pasan en la Ruta de la Seda, sigo los pasos
de cientos de miles de mercaderes, de miles de ejércitos, donde se confunden
los rostros, los rasgos, y se entrecruzan idiomas.
De cuando en cuando la nostalgia me invade, la lejanía de
mis gatas, compañeras cotidianas. Una lleva el nombre de la gata de Poe, cuando
llegó a mi hogar durmió sus primeras noches sobre las obras completas. Otra
encarna los ritos de la mitología griega, Hécate, Circe, Medea y Egialeo. La
tercera se siente cercana, los reinos Aqueménida y Sasánida lleva en su sangre.
La última tiene patitas de algodón, se escabulle en silencio y vaga por los
techos.
Aún así, mi tierra se siente cercana, un amor me acompaña,
viste el velo ritual y enciende mis noches. El lecho siempre se encuentra tibio
y las miradas sinceras me apaciguan la lejanía.
Prosigo el viaje, un espíritu, un fantasma antepasado me
guía por los caminos. Llevo la herencia de Ibn Battuta, Marco Polo, Maes Titianus. Lo necesito, me llama, me
arrebata de la realidad.
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