La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector
lunes, 29 de septiembre de 2025
jueves, 14 de agosto de 2025
Límbico
Hay un solo sueño que recuerdo vívidamente
desde hace treinta años: Me despertaba en mi cama y, como el niño que era, iba hacia la habitación de mis padres por temor a la soledad nocturna. Al entrar en ella, me encontraba con una orquesta de muñecos vivientes y seres estrafalarios, todos se volteaban a mirarme; allí me desperté nuevamente, esta vez fuera del
mundo onírico.
Hoy, treinta años después, en mi joven
adultez, encontré esa escena filarmónica en un cortometraje que vi en un museo:
el fondo era completamente negro, como si la escena se sostuviera en el
perpetuo vacío, y allí una variedad de personajes miniatura, muñequitos y
animalitos humanizados, llevaba a cabo una orquesta musical.
El director era un lobo y una
energía cinética transfiguraba rápidamente a los personajes, músicos de un
salón etéreo, inefable. La música barroca de la orquesta llenaba mis oídos,
mientras miraba absorto la teatral escena.
¿Quiénes son los Absurdos que se entretienen con mis destino?
Los fantasmas de mis sueños rompen la pared de la irrealidad, asaltan el mundo terrenal.
En el interior de la masa blanda y acuosa de nuestros cerebros, de profundis surge inteligible la Razón fundamental del todo, que trasciende los cognoscible.
En algún punto recóndito se esconde el secreto que en los sueños se deja entrever, que nos habla desde sus tinieblas, que se comunica cifradamente, que nos negamos a ver.
sábado, 19 de julio de 2025
Siesta en el bosque
El cuerpo se recuesta en el suelo del bosque como si fuera una cama;
Un lecho vegetal de hojas muertas y ramas;
El cuerpo se hunde, se descompone, se convierte en compost;
Los animales pasan por encima, los insectos lo caminan;
Los ojos siguen abiertos, observan atentos el acontecer: la vida, la muerte, lo que florece, lo que se marchita, la lluvia, la sequía, el día, la noche;
Los ojos inmarcesibles, sempiternos, observan la devastación de la natura, el hambre voraz de la voluntad destructora, los tiempos de oscuridad eterna y, de repente: el cosmos.
jueves, 6 de febrero de 2025
Mostar
Poco antes del mediodía nos aprovisionamos de agua y bureks en un pequeño comercio de la antigua Mostar, en las cercanías del stari most, puente construido por los otomanos que le
otorga su nombre a la ciudad. Nos dirigimos hacia el lado oeste del río, principalmente
habitado por bosnios, y continuamos en ascenso camino al cerro Fortica.
Las calles se volvían cada vez más empinadas, nuestros pasos eran pesados y nuestra
respiración se agitaba mientras el sol golpeaba fuerte aún en ese crudo
invierno.
Cada tanto nos volvíamos hacia atrás para observar cuánto habíamos caminado o, mejor dicho, cuánto habíamos subido. El paisaje era monumental: el río Neretva, a lo lejos el viejo puente otomano, las pequeñas casitas, las mezquitas y los edificios con las marcas de la guerra; cruzando la ciudad había más montañas y un cielo azul que se nos abría. En el medio de todo ese paisaje tu figura evocaba algo aún más sublime que toda la naturaleza, algo difícil de describir (siempre es más simple sentir que poner en palabras y, lo que más intensamente se siente, aún más difícil es de decir). Tal como en algún momento refirió Kant: "El espectáculo de un cielo estrellado en una noche serena nos infunde una especie de gozo que sólo las almas nobles pueden sentir”. Ese sentimiento inefable de goce sentía en cada fibra de mi cuerpo al observarte a mi lado.
El camino finalizaba en un cerco abierto que, una vez
atravesado, daba hacia la agreste montaña. Nos habían advertido que ese camino
no era el habitual y que, si bien era más corto, tenía una inclinación más pronunciada y no estaba señalizado, por lo que uno podía
perderse terminando en zonas inseguras de la montaña, dado que era incierto saber si todas
las minas personales de la guerra habían sido removidas.
A unos 150 metros montaña arriba divisamos unas
construcciones derrumbadas, parecían búnkeres militares abandonados al paso del
tiempo. Decidimos frenar allí para tomar un poco de agua y comer un pedazo de
burek. El sol abrazaba, las piernas ya dolían pero estábamos juntos y nada
importaba.
Seguimos cuesta arriba, el viento empezaba a zumbar en los oídos.
Allí fue cuando me volteé, miré la ciudad y escuché los quejidos de dolor, los
gritos, los disparos, las detonaciones. Murmullos de la guerra, murmullos del
dolor que traía el viento desde el pasado.
¡Huestes pretéritas! ¿Antiguas como Kadijević o de los
tiempos de Şahin Paşa?
Descienden los espíritus apesumbrados desde la montañas.
¿De quiénes son esos cuerpos allí mutilados?
¿De quién es esa risa atroz que resuena mientras dispara
una y otra vez a una cabeza machacada?
Llantos de Bosnia, sangre de Bosnia.
El sonido del Adhan se expande desde el minarete,
llega hasta los lugares más recónditos del valle.
Valle de gigantes, sudor de labriegos.
Del viejo puente sólo ruinas, escombros sobre el Neretva.
Resuenan los llantos en las montañas,
Copla de dolor que trae el viento.
El zumbido de los proyectiles,
Los pasos cansados de botas entre las rocas.
Llantos de Bosnia, sangre de Bosnia
Despierto del ensueño vívido, Mostar seguía allí,
impertérrita y eterna. Pocos metros después logramos alcanzar la ruta, los
autos pasaban como si nada hubiera sucedido.
La bandera flameaba en lo alto de Fórtica, nos sentamos a contemplar
la vista mientras almorzábamos lo que quedaba del burek. Vos y yo, foráneos,
perdidos, extranjeros en los llantos de Bosnia.
domingo, 26 de enero de 2025
Perros de Sadakhlo
La estación duerme solitaria, no es más que un apeadero en
medio de la nada. La nieve cae densa, mientras ráfagas heladas sacuden las
chapas. La soledad es palpable y angustiante para todo visitante que llega
desde el Oriente y Occidente. Desde tiempos inmemoriales, como una posta en
medio del camino, como un paraje hospitalario en medio de un largo viaje, existe
Sadakhlo.
Otrora, el paraje resplandecía como un nodo de intercambio
cultural y comercial en la vieja Ruta de la Seda. Azeríes, armenios y kartvelianos
se reunían en el mercado itinerante ofreciendo productos regionales de cada
comunidad, mientras los viajeros de distintos puntos cardinales aprovechaban para
descansar y ofertar por las curiosas mercancías.
La historia de las civilizaciones arrasó bélicamente la
lumbre que emanaba del pueblo. Ya no quedan más que vestigios, un recuerdo, de
los viejos caminos, y solamente funciona un apeadero intermedio que revive cada
dos días, a la medianoche, cuando frena el tren del Sur del Cáucaso para ser
objeto de control.
Cuando uno divisa desde cierta distancia la estación, con
sus tres o cuatro edificios solitarios, una decena de perros se acerca
anunciando la visita amigablemente. Hoy, los pocos pobladores del lugar, funcionarios
de aduana y policía migratoria, cuidan con un amor ferviente a la jauría, y manifiestan
no reconocer el origen de los canes. Más bien entienden que siempre
estuvieron allí.
Nadie sabe a ciencia cierta por qué son siempre los mismos;
nadie, más que ellos, sabe que nunca nacieron y nunca murieron, que están allí
desde los tiempos de la Ruta de la Seda recibiendo a los viajeros que desde variados
rincones del globo pasan por Sadakhlo.