Poco antes del mediodía nos aprovisionamos de agua y bureks en un pequeño comercio de la antigua Mostar, en las cercanías del stari most, puente construido por los otomanos que le
otorga su nombre a la ciudad. Nos dirigimos hacia el lado oeste del río, principalmente
habitado por bosnios, y continuamos en ascenso camino al cerro Fortica.
Las calles se volvían cada vez más empinadas, nuestros pasos eran pesados y nuestra
respiración se agitaba mientras el sol golpeaba fuerte aún en ese crudo
invierno.
Cada tanto nos volvíamos hacia atrás para observar cuánto habíamos caminado o, mejor dicho, cuánto habíamos subido. El paisaje era monumental: el río Neretva, a lo lejos el viejo puente otomano, las pequeñas casitas, las mezquitas y los edificios con las marcas de la guerra; cruzando la ciudad había más montañas y un cielo azul que se nos abría. En el medio de todo ese paisaje tu figura evocaba algo aún más sublime que toda la naturaleza, algo difícil de describir (siempre es más simple sentir que poner en palabras y, lo que más intensamente se siente, aún más difícil es de decir). Tal como en algún momento refirió Kant: "El espectáculo de un cielo estrellado en una noche serena nos infunde una especie de gozo que sólo las almas nobles pueden sentir”. Ese sentimiento inefable de goce sentía en cada fibra de mi cuerpo al observarte a mi lado.
El camino finalizaba en un cerco abierto que, una vez
atravesado, daba hacia la agreste montaña. Nos habían advertido que ese camino
no era el habitual y que, si bien era más corto, tenía una inclinación más pronunciada y no estaba señalizado, por lo que uno podía
perderse terminando en zonas inseguras de la montaña, dado que era incierto saber si todas
las minas personales de la guerra habían sido removidas.
A unos 150 metros montaña arriba divisamos unas
construcciones derrumbadas, parecían búnkeres militares abandonados al paso del
tiempo. Decidimos frenar allí para tomar un poco de agua y comer un pedazo de
burek. El sol abrazaba, las piernas ya dolían pero estábamos juntos y nada
importaba.
Seguimos cuesta arriba, el viento empezaba a zumbar en los oídos.
Allí fue cuando me volteé, miré la ciudad y escuché los quejidos de dolor, los
gritos, los disparos, las detonaciones. Murmullos de la guerra, murmullos del
dolor que traía el viento desde el pasado.
¡Huestes pretéritas! ¿Antiguas como Kadijević o de los
tiempos de Şahin Paşa?
Descienden los espíritus apesumbrados desde la montañas.
¿De quiénes son esos cuerpos allí mutilados?
¿De quién es esa risa atroz que resuena mientras dispara
una y otra vez a una cabeza machacada?
Llantos de Bosnia, sangre de Bosnia.
El sonido del Adhan se expande desde el minarete,
llega hasta los lugares más recónditos del valle.
Valle de gigantes, sudor de labriegos.
Del viejo puente sólo ruinas, escombros sobre el Neretva.
Resuenan los llantos en las montañas,
Copla de dolor que trae el viento.
El zumbido de los proyectiles,
Los pasos cansados de botas entre las rocas.
Llantos de Bosnia, sangre de Bosnia
Despierto del ensueño vívido, Mostar seguía allí,
impertérrita y eterna. Pocos metros después logramos alcanzar la ruta, los
autos pasaban como si nada hubiera sucedido.
La bandera flameaba en lo alto de Fórtica, nos sentamos a contemplar
la vista mientras almorzábamos lo que quedaba del burek. Vos y yo, foráneos,
perdidos, extranjeros en los llantos de Bosnia.
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