Este país, este paisito, bien al sur, donde las sonrisas de los pibes recorren los basurales, y los primogénitos de la tierra tienen la piel pegada a las costillas. El hambre, nuestro hambre, se impregna en los rostros arrugados por el sol de la puna, la humedad del Litoral o el gélido viento patagónico. En las urbes, como fantasmas pasean entre la gente, perdidos, con hambre, con sed. Zonas grises del alma. Nadie los mirá, nadie los verá, nadie... Sólo la calle y la luna.
Al río la espalda, a la pampa los agrotóxicos, a las montañas el cianuro. Así nos va, así la Pachamama llora entre los valles del Norte que se esconden entre las nubes, mientras un cóndor planea el cielo más celeste que se pueda encontrar. Nos hubieran dejado las ruinas aunque sea, no esta ciudad construida sobre la arena que nunca se termina de derrumbar. Se estira la agonía, se siente en la atmósfera un ambiente de apocalípsis, hediondo como el Riachuelo.
Un sorbo de mate, sabor a tierra colorada, sabor a selva. Lo que nos queda, la esperanza de dejar de ser lo que somos, para transformarnos en lo que seremos, en lo que queremos, en querer y querernos. No hay un otro, hay un todos, porque desde el inicio fuimos cubiertos por pinceladas multicolor, variopinta piel, sangre igual de roja. Sangre que corrió y ensució las manos de imperialistas y genocidas, de desclasados y lúmpenes, víctimas y victimarios.
Una historia temprana hacia el sol que, sin embargo, como Ícaro se desplomó. Las alas artificiales se derritieron, caímos una y otra vez sobre el mar, sobre los arroyos rodeados de verdes sierras.
Impenetrables, inexpugnables razones, como el delta bañado por el Paraná, son las que encienden con vehemencia las calles, el seguir pisando el suelo del sur, el país de los matreros.
Antes de volar, hay que aprender a caminar, codo a codo, con el corazón en la boca y la mierda afuera....
Al río la espalda, a la pampa los agrotóxicos, a las montañas el cianuro. Así nos va, así la Pachamama llora entre los valles del Norte que se esconden entre las nubes, mientras un cóndor planea el cielo más celeste que se pueda encontrar. Nos hubieran dejado las ruinas aunque sea, no esta ciudad construida sobre la arena que nunca se termina de derrumbar. Se estira la agonía, se siente en la atmósfera un ambiente de apocalípsis, hediondo como el Riachuelo.
Un sorbo de mate, sabor a tierra colorada, sabor a selva. Lo que nos queda, la esperanza de dejar de ser lo que somos, para transformarnos en lo que seremos, en lo que queremos, en querer y querernos. No hay un otro, hay un todos, porque desde el inicio fuimos cubiertos por pinceladas multicolor, variopinta piel, sangre igual de roja. Sangre que corrió y ensució las manos de imperialistas y genocidas, de desclasados y lúmpenes, víctimas y victimarios.
Una historia temprana hacia el sol que, sin embargo, como Ícaro se desplomó. Las alas artificiales se derritieron, caímos una y otra vez sobre el mar, sobre los arroyos rodeados de verdes sierras.
Impenetrables, inexpugnables razones, como el delta bañado por el Paraná, son las que encienden con vehemencia las calles, el seguir pisando el suelo del sur, el país de los matreros.
Antes de volar, hay que aprender a caminar, codo a codo, con el corazón en la boca y la mierda afuera....
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