De cuando en cuando me tropiezo por la calle con viejos
mundos, lugares que encierran memorias, que se vuelven vívidos cuando los veo.
Como si pudiera viajar en el tiempo y ser un espectador, una sombra cuántica,
un espectro atemporal, que clava su mirada en los seres del pasado, en un mundo
que ya no es, en naturaleza muerta. Aromas que ya no existen, los evoco y los
vuelvo a sentir como si fuera la primera vez ¿Qué clase de hechizo habita en la
memoria? Escucho voces que ya no están, las escucho con claridad. Un niño en la
terraza de la vieja casa, un niño que juega con un automóvil de juguete,
recorriendo los bordes de la pared como si amenazara al pobre automovilista
hacia el abismo. El niño se voltea hacia mí, me mira con los ojos huecos, con su mirada de nada,
con la putrefacción que sale de su boca extremadamente abierta de par en par.
Ectoplasma, resabios del espíritu que se materializan en el aire. Me tiemblan los pies. Es otoño, hoy y ahora, los automóviles pasan
y se dirigen vaya uno a saber hacia qué abismo. La existencia pesa, los
transeúntes caminan como si tuvieran los pies encadenados. Es otoño de
naturaleza muerta, color bronce de los recuerdos, otoño y pasado. Me arranco
del letargo, me arrojo una y otra vez a la vida.
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