Caminaba por los callejones antiguos, laberínticos, cuando
el sol caía. Desnuda, su cabeza estaba coronada con flores. Nadie la podía ver,
solamente traía consigo un aroma a humo, carbón amargo que inundaba el olfato.
Bajaba de los Templos del Fuego, desde la cima de la colina al oeste de la
ciudad. Vagaba por la plaza desnuda entre tanto velo, sin ser advertida.
Lloraba sangre, lloraba sin ser escuchada, gritaba sin que nadie lo notara. A
la noche subía al palacio de las dieciocho columnas de madera, observaba la
plaza, el gentío, las carrozas, las parejas de la mano, las familias; sin
embargo, era invisible como si habitara en otro plano, como si existiera para
otro mundo. Circasiana esclava, llena de dolor, condenada en vida y en muerte.
El perfume del incendio desborda las calles de la antigua capital condenada al olvido,
condenada al pasado.
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