Me hundo en el colchón, me escabullo entre las sábanas, estremecido por el éxtasis cannábico. Tengo a mi lado un libro de Kerouac, y me envuelve la pesadez del aire húmedo previo a la tormenta. En el ambiente hay demasiado humo, tanto que la visión casi se vuelve penumbra. Siento el correr del tiempo como una cosa abstracta, invisible, como una eternidad constante.
Ella está desnuda, de espaldas a mí, blanca, tersa, recostada y sublime. La acaricio, sus piernas me encienden, me embelesan. Su esencia me habita como una lumbre en mi oscuridad. Somos almas subterráneas, paralizando el tiempo, aferrándonos a nuestra infinidad.
En este intersticio temporal mi ser se transporta con el suyo, y así nos observo tirados en un callejón de Montmartre tomando un Cabernet una noche bajo la luna parisina; o quizás corriendo por las lomadas del Pére Lachaise, riéndonos entre las tumbas, mirándonos, hasta llegar a la de Moliére, y allí sentarnos a contemplar la perpetuidad.
Ella ahí, durmiendo, mi cuerpo inerte, relajado, mi alma viajando, mi mente… ¿Qué se yo dónde andará mi mente? ¿En sus piernas? ¿En esta habitación, contemplando el humo? ¿O en París?
Me incorporo, observo el mate con la yerba de ayer, ella duerme apacible, hay sosiego en esta noche de neblina bien al Sur…
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