I.
Saltaron la
reja súbitamente y se adentraron en la propiedad. Parecía desierta, se había
acumulado la mugre, ya la habían fichado, sus dueños, pensaban, se debían haber
ido del país. Era una oportunidad única, podían ocupar la casa sin ningún tipo
de problema en un barrio en el que no podrían haber vivido ni en sus sueños. La
casa tenía un jardín delantero, con varias especies de plantas y grandes
árboles que dejaban a la casa siempre en las sombras. Un sendero llevaba hacia
el porche al estilo americano, cuando pisaron las tablas intentaron hacerlo
suavemente, no querían alertar con ruidos a los vecinos, la madera crujía y el
sonido los estremecía, parecía que la casa chillaba. Abrieron la ventana
haciendo palanca con una barreta, la oscuridad los envolvió y la casa les
pareció enorme, insondable. El más flaquito se adelantó a tientas por el foyer,
un hedor inenarrable le inundó las vías respiratorias, su sangre se heló.
- - ¿Nahue,
olés, hermano? La concha de la lora, es ese olor… Olor a muerte, boludo.
- - Estás
flashando, no huelo nada. Sólo hay aroma a viejo, como a casa de abuelo -
Respondió Walter, más alto y corpulento.
No se veían,
no veían nada, caminaban a ciegas, tanteando con las manos. La madera seguía
crujiendo a cada paso, y el viento empezó a entrar gélido por la ventana
abierta, parecía un frío polar, ese que duele en la piel. De pronto Walter
sintió un golpe fuerte, como si se hubiera derrumbado algo, el piso quizás.
- -¿Che,
qué pasó? Nahue ¿Estás bien?
La respuesta
no fue más que silencio. Siguió caminando, inusitadamente congelado y sus pies tropezaron con algo. ‘’¿Un bolso?’’ Pensó. Se agachó, en cuclillas
tanteó el bulto. Una sensación nauseabunda le invadió el cuerpo, sus gestos
llenaron de horror cuando las luces altas de un automóvil que pasaba justo
iluminó el interior de la casa. Con un grito ahogado salió corriendo en
dirección hacia la ventana, a los pocos metro sus pies nuevamente se enredaron
con otro bulto en el piso, cayó de bruces y se golpeó la cabeza. Se incorporó rápidamente,
su visión nublada contempló la casa, y una mueca de terror se le dibujó en el
semblante, se vio rodeado de siluetas con un rostro pálido, marmóreo y una
expresión que no pertenecía este mundo, inhumana. Un poco atontado por la caída
siguió su huida, logró salir por la ventana y cruzar la reja. Agitado se vio en
medio de la calle, a la madrugada, observando la propiedad con sus manos
apoyadas sobre sus muslos, respirando
entrecortado. Recordaba la imagen de su amigo y el terror volvió a nublarle la
razón, salió corriendo hacia la avenida Pavón perdiéndose entre las calles del
barrio residencial.
II.
Desde que era chico esa casa siempre me había llamado la
atención. Antes no desentonaba tanto con el resto de la cuadra, las casas eran
todas viejas, con estilo americano o arquitectura Tudor y denotaban la
opulencia de las viejas quintas sureñas. Era, y sigue siendo, un barrio de
clase media alta, pero esa casita de Grigera 166 no resultaba tan ostentosa.
Con el devenir de los años la zona se
fue modernizando y nuevos edificios de departamentos empezaron a reemplazar a
las antiguas casas. Menos verde, más cemento. Sólo sobrevivieron dos elementos
de aquel paisaje: el empedrado y la casa de la altura catastral número 166, con
su entrada fresca de jardín, y su parque posterior que se entreveía por el
camino lateral que llegaba al fondo.
Si el lector pudiera observar con sus propios ojos la cuadra
descubriría una arboleda hermosa que recubre el viejo empedrado banfileño de
las calles cercanas a las vías del tren. Veredas de sosiego, casas de
refaccionadas y modernas, amplios jardines, propiedades bastante costosas.
Todos los hogares denotan una vitalidad única, el barrio parece afable e invita
al visitante foráneo, de barrios inquietantes y marginales, a desear mudarse
entre aquella dicha superficial.
Sin embargo, entre tanta opulencia, había en el barrio una
casa abandonada, la de Grigera al 166. El pasto alto, una montaña de basura,
entre latas viejas y paquetes de comida pudriéndose, dominaban el hall de
entrada de la casa resguardado de una vieja arcada al estilo inglés. Un
numeroso grupo de gatos callejeros había colonizado la propiedad, escondían sus
figuras tras la basura para observar con sus ojos felinos a los transeúntes,
sus miradas furtivas asomaban como luces en los recovecos menos luminosos del
jardín de la entrada.
Decidí dirigirme hacia el lugar con el objeto de preguntarles
a los vecinos qué era lo que había sucedido con la casa. Había un inexorable
sentimiento en mí, una curiosidad insólita que me llevó a investigar
nerviosamente cada detalle. Cuando empecé a observar con atención la propiedad
no podía parar de atormentarme, algo había ocurrido, alguna desgracia. Aquél
lugar me transmitía un enorme sentimiento de vacío. No podía siquiera dormir
bien hasta no satisfacer mi intriga, hasta no descifrar el arcano que habitaba
entre la suntuosidad de aquel barrio.
Una vez allí no logré hablar con ninguno de los vecinos. Al
abordarlos mientras entraban sus autos sintieron cierto, y fundado, temor. Yo
parecía un perturbado, un alienado. Mis ojos desorbitados y mi respiración
agitada denotaban un turbado estado mental. Cuando les pregunté sobre aquella
casa me miraron dejando entrever cierto resquemor, una desconfianza que no
sabría decir si fue causada por la impresión que les provocó mi presencia o por
el objeto mismo de mis inquisiciones.
Decidí volver a mi humilde barrio y tranquilizarme. Con un
poco de desazón entendí que debía buscar otras vías de conocimiento, otros
medios de investigación.
Recordé que tenía muchos amigos en la Municipalidad, ya que durante
algunos años trabajé en el Concejo Deliberante. El nombre de Fernando se me
vino súbitamente a la cabeza, él seguía trabajando allí y podía conseguirme
algún contacto en la Oficina de Catastro, necesitaba saber qué había sido de la
historia de la casa, quiénes la habían habitado, y así, descubrir por qué
habían dejado la casa en ese estado durante quince años, en el medio de uno de
los barrios más exclusivos de la ciudad.
Fernando era joven, aunque siempre cargaba con un aire de
solemnidad que los hacía parecer una persona mayor. Tenía una mirada verde
musgo muy penetrante, un semblante serio. Era alto y su andar denotaba un
particular sosiego y una meticulosidad para realizar todas sus tareas.
Mi amigo, siempre bien predispuesto, respondió mi llamado al
instante, y tal como lo imaginaba, no sólo me consiguió el contacto de la
oficina en cuestión, sino que también indagó un poco sobre la historia del
chalet. La costumbre de Fernando era hacer las cosas minuciosamente y no se le solía escapar ningún detalle. Por
otra parte, era muy reticente a la tecnología, por lo cual me solicitó que me
encuentre con él en un café, eligió el histórico Café París.
Cuando arribé al lugar nos dimos un efusivo abrazo, hacía
casi un año que no nos veíamos. Mi amigo traía en sus manos una carpeta con un
informe bastante completo de la propiedad, me dijo que no hacía falta que
realice las gestiones con la gente de catastro, que él ya se había encargado de
todo.
- - Martín,
tengo algo que te va a interesar mucho. Vos tenés un montón de conocimientos
sobre nuestra historia, sobre lo que pasó acá en los ’70. Sabés que esto nos
marcó, que nadie se olvida. – Me dijo mirándome con gravedad mientras tomaba un
cortado.
- - ¿Y
a qué viene esto? ¿Qué tiene que ver esta casa con los ’70?
- - Acá tenés información, te preparé todo pero
imagino que vos podrás investigar un poco más sobre lo que sucedió, tenés
acceso a los Consejos de Guerra. Hubo un operativo y liquidaron a una familia,
fue el 10 de noviembre de 1976.
Cuando me dijo esto me estremecí. Llevaba años investigando como
periodista los operativos ilegales llevados a cabo por el Ejército. Los
Consejos de Guerra eran una suerte de expedientes donde el Gobierno dejaba
constancia de sus operativos ilegales, sólo que dichas constancias eran
fraguadas, falsas, es decir, se
inventaban enfrentamientos que no eran tales. El gobierno quería quedar bien,
sabía que en la posteridad se podía
llegar a saber lo que hacían, entonces a través de estos expedientes, que los
llevaba un organismo militar, lo que había sido una masacre, un fusilamiento,
pasaba a ser un enfrentamiento con las fuerzas subversivas. Claro, los únicos
testimonios eran los del personal militar, cualquier persona con capacidad
lectora, y un ojo crítico para observar, podía advertir las numerosas falencias
que tenían estos expedientes. No cerraban por ningún lado.
Me encontraba muy turbado por la información que me había
brindado mi amigo. La charla prosiguió trivialmente, y me apresuré en
despedirme. Aturdido salí a la calle, la atmósfera del centro lomense me
golpeó, dejando atrás el clima calmo del café, adentrándome en la prisa de los
transeúntes me dirigí hacia la calle Boedo para tomar el colectivo. Caminé a
paso rápido, con un andar preocupado. Las historias de la represión estatal se
hacían vívidas en mi mente, las sensaciones me invadían en cuerpo con la ferocidad
del terror.
Era una tarde calurosa de primavera, llegué a mi casa y me acosté
de espaldas al piso, las gatas vinieron a mi lado, me observaban sentadas, me
miraban inquisitivamente. La puerta entreabierta dejaba la vista limpia hacia
la arboleda de mi jardín, alumbrada bajo un sol que azotaba la tierra, una leve
brisa me acariciaba en el rostro. Un clima estival que me traía memorias de mi
infancia, los pájaros cantaban, el rumor de las hojas y el viento, me trasladé
por unos instantes a un sosiego pueril cerrando los ojos. Logré incorporarme y
fui hacia mi computadora, donde guardaba un extenso archivo sobre los
operativos acaecidos en zona sur.
Esta región fue incluida en el plan represivo bajo la
denominación ‘’Área 112’’, la cual estaba a cargo de la ofensiva militar del
Regimiento de Infantería de La Tablada, conocido entre los milicos por su
brutalidad. El conurbano sur, hogar de miles de obreros, estudiantes y
militantes sociales, sufrió una represión particularmente feroz.
Entre los operativos que había investigado nunca había
advertido que figuraba un domicilio en la calle Grigera al 100, no estaba
inscripto con la dirección exacta pero indicaba que ‘’dos N.N.’’, uno masculino
y otro femenino, habían sido abatidos. Busqué el expediente de referencia, era
una pareja cuyos únicos datos personales hacían alusión a su edad: 25 años el
hombre y 23 años la mujer. Sus cuerpos fueron trasladados al Cementerio
Municipal de Lomas de Zamora, enterrados en un sector común. También se
indicaba la presencia de un menor de 3 años en el lugar, el cual fue trasladado
a un hogar para niños en Longchamps.
El expediente sobre el mencionado operativo no contenía más
que datos imprecisos, vagos, lo cual era usual, para no dejar constancia exacta
de quiénes habían llevado a cabo el procedimiento ilegal. Solamente se señalaba
que el Regimiento de La Tablada había realizado el allanamiento, abatiendo a
los individuos en el marco de la ‘’Guerra Antisubversiva’’.
III.
Había pasado una noche pésima, durmió mal, se despertó en
numerosas ocasiones. Sin embargo, se levantó a la hora de siempre, tenía que
entregar una nota periodística a la redacción antes de las 10 de la mañana, para que salga en el
vespertino. Acarició a las gatas que lo miraban con una fija ternura desde el
sillón y se preparó unos mates. Era un día soleado y frío, típico de otoño. Se
quedó mirando la ventana que daba hacia el jardín, pensativo en la
investigación que estaba llevando a cabo sobre la casa de Grigera.
Como todas las mañanas prendió la notebook para ver las noticias
en los diarios online. Siempre se interesaba en las regionales. Una noticia le
llamó la atención particularmente, un joven desaparecido en el municipio, un
hecho extraño y con muy poca información: estaba con su amigo y fueron vistos
antes de la medianoche en una estación de servicio sobre la Avenida Yrigoyen;
luego uno desapareció y el otro había quedado en estado de shock, no hablaba y
parecía que lo iban a internar en el hospital psiquiátrico municipal.
La noticia impactó fuertemente en él, sintió mucha angustia
¿Qué fue lo que les pasó a esos pibes? ¿Qué podía ser tan horrendo como para
dejar en un estado mental tan deplorable a uno de ellos?
Encendió un cigarrillo y se asomó a la ventana, el jardín
tenía un aspecto sombrío, las hojas de los árboles azotadas por el viento, el
cielo gris. Era como si el propio universo estuviera gritando, sollozando
frenéticamente, golpeando las casas, la naturaleza, las personas. Ese jardín
que alguna vez había sido una huerta barrial, sin paredes y sin cemento; otrora
un pastizal pampeano de tierra negra, cuando no había más que un campo agreste
habitado por los nómades querandíes, antes de que Grigera, fundador de Lomas de
Zamora, hubiera puesto sus ojos de agricultor en estas regiones al sur de
Buenos Aires. Campos bañados en sangre y miseria, de ayer y de hoy. A lo lejos
se oían los pasos del ferrocarril, arrastrados por el viento los sonidos de la
ciudad con sus llantos, sus risas y sus gritos.
Desde que había ingresado en el hospicio se vivía en una
constante intranquilidad. Los otros pacientes le temían, se alteraban cada vez
que se topaban con él en los pasillos. Su mirada enajenada, como si hubiera
perdido una parte de sí aquella noche, en esa casa; o más bien, como si algo
ajeno se hubiera apropiado de su mente, algo oscuro y ominoso.
Pasaba días y noches sentado en una silla corroída por el
óxido, mirando a través de la ventana que daba hacia el parque, su rostro ya no
poseía expresión alguna más que el horror. No era un semblante muerto, más bien
había un gesto impreso en él, un gesto pétreo, inmutable.
IV.
Era una mañana gris y con neblina, apenas se podía
visibilizar algo más allá de los 400 metros, el barrio había adquirido un tono
grave y desconocido. Agarró su bicicleta y se dirigió hacia el Hospital
Estévez, subiendo y bajando las pequeñas lomas urbanas, que otrora se veían
libres de asfalto y poblaban las agrestes pampas del sur de Buenos Aires.
Al cabo de un rato llegó al lugar y llamó a la recepción a
través del viejo timbre que se ubicaba en un costado de las rejas, sobre uno de
los pilares de la entrada del hospicio. Los hospitales neuropsiquiátricos
poseen cierto halo de desesperanza y orfandad, a través de los muros se
encierran seres indeseables para sus familiares o amigos, el último eslabón del
abandono: el establecimiento público para los que, por sus condiciones
mentales, las autoridades no consideran
aptos para los lazos productivos y sociales.
En seguida oyó un grito lejano, vio un hombre en guardapolvo
salir del edificio central, el cual se encuentra a unos 50 pasos de la entrada,
unidos por un camino de asfalto circundado de palmeras y árboles.
Buen día ¿Qué necesita? – Se dirigió con una brusca sequedad
el recepcionista.