La finalidad de la poesía es lograr la empatía entre el escritor y el lector

jueves, 6 de febrero de 2025

Mostar


Poco antes del mediodía nos aprovisionamos de agua y bureks en un pequeño comercio de la antigua Mostar, en las cercanías del stari most, puente construido por los otomanos que le otorga su nombre a la ciudad. Nos dirigimos hacia el lado oeste del río, principalmente habitado por bosnios, y continuamos en ascenso camino al cerro Fortica. Las calles se volvían cada vez más empinadas, nuestros pasos eran pesados y nuestra respiración se agitaba mientras el sol golpeaba fuerte aún en ese crudo invierno.

Cada tanto nos volvíamos hacia atrás para observar cuánto habíamos caminado o, mejor dicho, cuánto habíamos subido. El paisaje era monumental: el río Neretva, a lo lejos el viejo puente otomano, las pequeñas casitas, las mezquitas y los edificios con las marcas de la guerra; cruzando la ciudad había más montañas y un cielo azul que se nos abría. En el medio de todo ese paisaje tu figura evocaba algo aún más sublime que toda la naturaleza, algo difícil de describir (siempre es más simple sentir que poner en palabras y, lo que más intensamente se siente, aún más difícil es de decir). Tal como en algún momento refirió Kant: "El espectáculo de un cielo estrellado en una noche serena nos infunde una especie de gozo que sólo las almas nobles pueden sentir”. Ese sentimiento inefable de goce sentía en cada fibra de mi cuerpo al observarte a mi lado. 

El camino finalizaba en un cerco abierto que, una vez atravesado, daba hacia la agreste montaña. Nos habían advertido que ese camino no era el habitual y que, si bien era más corto, tenía una inclinación más pronunciada y no estaba señalizado, por lo que uno podía perderse terminando en zonas inseguras de la montaña, dado que era incierto saber si todas las minas personales de la guerra habían sido removidas.

A unos 150 metros montaña arriba divisamos unas construcciones derrumbadas, parecían búnkeres militares abandonados al paso del tiempo. Decidimos frenar allí para tomar un poco de agua y comer un pedazo de burek. El sol abrazaba, las piernas ya dolían pero estábamos juntos y nada importaba.

Seguimos cuesta arriba, el viento empezaba a zumbar en los oídos. Allí fue cuando me volteé, miré la ciudad y escuché los quejidos de dolor, los gritos, los disparos, las detonaciones. Murmullos de la guerra, murmullos del dolor que traía el viento desde el pasado.

¡Huestes pretéritas! ¿Antiguas como Kadijević o de los tiempos de Şahin Paşa?

Descienden los espíritus apesumbrados desde la montañas.

¿De quiénes son esos cuerpos allí mutilados?

¿De quién es esa risa atroz que resuena mientras dispara una y otra vez a una cabeza machacada?

Llantos de Bosnia, sangre de Bosnia.

El sonido del Adhan se expande desde el minarete,

llega hasta los lugares más recónditos del valle.

Valle de gigantes, sudor de labriegos.

Del viejo puente sólo ruinas, escombros sobre el Neretva.

Resuenan los llantos en las montañas,

Copla de dolor que trae el viento.

El zumbido de los proyectiles,

Los pasos cansados de botas entre las rocas.

Llantos de Bosnia, sangre de Bosnia

Despierto del ensueño vívido, Mostar seguía allí, impertérrita y eterna. Pocos metros después logramos alcanzar la ruta, los autos pasaban como si nada hubiera sucedido.

La bandera flameaba en lo alto de Fórtica, nos sentamos a contemplar la vista mientras almorzábamos lo que quedaba del burek. Vos y yo, foráneos, perdidos, extranjeros en los llantos de Bosnia.




domingo, 26 de enero de 2025

Perros de Sadakhlo

 

La estación duerme solitaria, no es más que un apeadero en medio de la nada. La nieve cae densa, mientras ráfagas heladas sacuden las chapas. La soledad es palpable y angustiante para todo visitante que llega desde el Oriente y Occidente. Desde tiempos inmemoriales, como una posta en medio del camino, como un paraje hospitalario en medio de un largo viaje, existe Sadakhlo.

Otrora, el paraje resplandecía como un nodo de intercambio cultural y comercial en la vieja Ruta de la Seda. Azeríes, armenios y kartvelianos se reunían en el mercado itinerante ofreciendo productos regionales de cada comunidad, mientras los viajeros de distintos puntos cardinales aprovechaban para descansar y ofertar por las curiosas mercancías.

La historia de las civilizaciones arrasó bélicamente la lumbre que emanaba del pueblo. Ya no quedan más que vestigios, un recuerdo, de los viejos caminos, y solamente funciona un apeadero intermedio que revive cada dos días, a la medianoche, cuando frena el tren del Sur del Cáucaso para ser objeto de control.

Cuando uno divisa desde cierta distancia la estación, con sus tres o cuatro edificios solitarios, una decena de perros se acerca anunciando la visita amigablemente. Hoy, los pocos pobladores del lugar, funcionarios de aduana y policía migratoria, cuidan con un amor ferviente a la jauría, y manifiestan no reconocer el origen de los canes. Más bien entienden que siempre estuvieron allí.

Nadie sabe a ciencia cierta por qué son siempre los mismos; nadie, más que ellos, sabe que nunca nacieron y nunca murieron, que están allí desde los tiempos de la Ruta de la Seda recibiendo a los viajeros que desde variados rincones del globo pasan por Sadakhlo.

sábado, 30 de noviembre de 2024

1374

 

Se alborotan las callejuelas de Aquisgrán, un sonido de jolgorio emerge desde cada rincón, la tierra empieza a temblar ¿Serán los demonios? ¿Será la venida del Hijo de Dios? Puertas de madera que se abren, gentíos que salen al exterior, con sus miembros convulsionados, con sus pupilas dilatas, su mirada desvariada. Algunos desgarran sus ropas, pechos vacilantes al aire, cabellos despeinados, y un canto (¿O un rezo?) aterrador que no cesa. Multitudes tumultuosas como un río revuelto se dirigen hacia la Capilla Palatina, miles danzan agarrándose de las manos, una ronda infinita.

Horas, días… Algunos caen exhaustos, sin aliento, estertores de los muertos que se apilan mirando el cielo, mirando la tierra sucia, putrefacta, donde se acumulan cuerpos, heces y orín. Otros siguen bailando entre la mugre, gritando de alegría.

Semanas, meses… Y el baile se extiende en cada rincón de Renania y llega hasta el Sarre, en cada valle, en cada pueblo, se despierta el baile, la danza macabra.

En la capital carolingia, un hombre que bailaba mira el cielo. Un Ángel de alas negras, de torso blanco y desnudo, de frondoso bello negro azabache; cabeza de cordero y ojos rojos. Desciende a la tierra devastada, aterrizando sobre los cuerpos, lo mira fijo y su danza se detiene. Toda la danza se detiene, toda la música se detiene, todo el tiempo se detiene por un instante. Como despertando de un sueño, respira el gentío profundo al unísono y, sin decir palabra alguna, vuelven a sus casas.

El Ángel camina entre los cadáveres, sus pies pálidos chorrea un viscoso líquido que parece brea. Su andar es refinado, sus pasos son lentos pero firmes. Se dirige hacia el interior de la Capilla Palatina, camina por la nave central, a sus costados hay cientos de seres, que lo miran silenciosos; seres de formas ominosas, cuerpos desechos, ojos de blancas pupilas, miradas muertas y cabellos finos, raídos.

Se encolumnan tras el Ángel todas estas formas corpóreas inenarrables, una larga fila y se detienen en el crucero de la Capilla. Todos observan con ojos muertos al Ángel sentándose en el Altar.

domingo, 1 de septiembre de 2024

 

 El auto es como una cápsula, encierra a mi cuerpo y a mi mundo. Suena rock nacional mientras conduzco en paralelo al enorme muro del cementerio. En esas paredes uno puede encontrarse de todo: gallinas muertas, velas rojas y negras, restos de comida, restos de cable quemado, basura; una mezcla de rituales paganos y marginalidad. El día está gris, hace dos o tres días que llueve y no para ¿Será El Diluvio de Gilgamesh? Ojalá, ya era hora de que se vaya todo a la mierda. 

Por Dardo Rocha dobla en dirección hacia el cementerio una caravana de autos con las balizas encendidas, mi marcha se hace lenta, casi como si estuviera yendo a pie. Es una caravana funeraria. En esos vehículos también se encierran mundos, congoja, llanto, dolor. En algunos, el tiempo se encuentra detenido, en otros pasa lento, en otros el tiempo ya está extinto. El mundo a través de la ventanilla, como si fuera una película. 

Doblamos todos por Rodríguez, no hay otra alternativa, Hornos, ya devenida en Uriarte, se vuelve contramano. En la parrilla de la esquina de Ameghino están los borrachos de siempre, miran hacia la avenida, observan la caravana con un vaso de vino blanco en la mesa. Tienen los ojos vidriosos, una mirada triste y perdida. La cumbia suena fuerte en la parrilla, la mesera limpia los restos de carne en una mesa, carne muerta que pronto se pudrirá. 

El cementerio se abre enorme sobre Rodríguez, guarda huesos, carne, tierra, mármoles y polvo. Carne que sirve de alimento de las larvas y las bacterias, al fin y al cabo todos somos alimento. Quizás es por eso que me estremece el sonido de las moscas cuando pasan cerca ¿Las habré sentido en otra vida cuando mi cuerpo se pudría en un campo de batalla en las cercanías del Monasterio de San Tadeo?

Me deshago de todo pensamiento, doblo por Ameghino y permanezco taciturno, reflexivo, mientras pasa otro domingo en el barrio. No existe otra forma de habitar el barrio del cementerio.

 

viernes, 21 de junio de 2024

 

Caminaba por los callejones antiguos, laberínticos, cuando el sol caía. Desnuda, su cabeza estaba coronada con flores. Nadie la podía ver, solamente traía consigo un aroma a humo, carbón amargo que inundaba el olfato. Bajaba de los Templos del Fuego, desde la cima de la colina al oeste de la ciudad. Vagaba por la plaza desnuda entre tanto velo, sin ser advertida. Lloraba sangre, lloraba sin ser escuchada, gritaba sin que nadie lo notara. A la noche subía al palacio de las dieciocho columnas de madera, observaba la plaza, el gentío, las carrozas, las parejas de la mano, las familias; sin embargo, era invisible como si habitara en otro plano, como si existiera para otro mundo. Circasiana esclava, llena de dolor, condenada en vida y en muerte. El perfume del incendio desborda las calles de la antigua capital condenada al olvido, condenada al pasado.

jueves, 25 de abril de 2024

 La compañía de tu sombra me sigue entre los árboles del bosque. Las gotas que caen sobre las hojas, el verde de la naturaleza que contrasta con el suelo blando y fértil donde la putrefacción de la muerte alimenta las venas por las que corre la vida. El sonido de mi respiración, mi corazón agitado, la adrenalina de sentir que hay algo más allá  de este mundo, que nos trasciende, que nos excede.

¿Me vas a acompañar hasta el fin de mis días? Nadie puede entrometerse en nuestro camino, atravesamos cielos e infiernos para llegar hasta acá.

Sigo mi camino entre la vegetación, las copas de los árboles me protegen de la lluvia, la música de la foresta es un silencio atronador.

¿Y qué hay más allá? ¿Qué veo ahí a lo lejos en un claro casi antes de llegar al campo abierto? ¿Un ritual? Cinco personas vestidas con tonos pardos, ramilletes de flores en su cabeza, en un círculo, cantan en un idioma extraño:



S'airiú,

Agus a leanbh

Cad a Dhéanfaidh mé?

Tá tú ar shiúl uaim

Agus airiú

Agus anuiridh, níl duin ar bith agam

'S airiú

Agus mé liom fein

Dá mbeithea go moch agam

Agus och, och, airiú, gan thú, gan thú

Los primeros pobladores de Santa Catalina fueron los escoceses.

Ritos paganos en la pampa húmeda, en el pulmón del conurbano. En la rama de un árbol un caburé me mira con sus ojos penetrantes, canta, canta, canta al ritmo del ritual. El rezo es como una lamentación. Me acerco, me escondo, hipnotizado por la melodía.

Te veo, ahora sí te veo, del otro lado del círculo, también escondida. Me mirás como el caburé, fijamente, con tu mirada, que me hace desfallecer. Ahora te desvanecés como el humo que viaja hacia el cielo.

El bosque se llena de bruma, empieza a caer la tarde. En el claro del bosque ya no hay nadie.

El caburé me mira, sigue su canto y de repente la oscuridad

domingo, 7 de abril de 2024

 

De cuando en cuando me tropiezo por la calle con viejos mundos, lugares que encierran memorias, que se vuelven vívidos cuando los veo. Como si pudiera viajar en el tiempo y ser un espectador, una sombra cuántica, un espectro atemporal, que clava su mirada en los seres del pasado, en un mundo que ya no es, en naturaleza muerta. Aromas que ya no existen, los evoco y los vuelvo a sentir como si fuera la primera vez ¿Qué clase de hechizo habita en la memoria? Escucho voces que ya no están, las escucho con claridad. Un niño en la terraza de la vieja casa, un niño que juega con un automóvil de juguete, recorriendo los bordes de la pared como si amenazara al pobre automovilista hacia el abismo. El niño se voltea hacia mí, me mira con los ojos huecos, con su mirada de nada, con la putrefacción que sale de su boca extremadamente abierta de par en par. Ectoplasma, resabios del espíritu que se materializan en el aire. Me tiemblan los pies. Es otoño, hoy y ahora, los automóviles pasan y se dirigen vaya uno a saber hacia qué abismo. La existencia pesa, los transeúntes caminan como si tuvieran los pies encadenados. Es otoño de naturaleza muerta, color bronce de los recuerdos, otoño y pasado. Me arranco del letargo, me arrojo una y otra vez a la vida.